La condición

La condición

jueves, 23 de junio de 2011

La Cárcel Voluntaria


Una mañana soleada por los alrededores próximos de un villorrio urbano de excentricidades arquitectónicas, compuestas de ese absurdo constante y manifiesto propio del arrabal, de callejones permisivos y zanjas por las que los detritos se esmeran en espantar el poco aire respirable que el calor de las tejas de zinc desarraigan del suelo desnudo, la mayor parte del tiempo estancado de insectos y protuberantes barrigas infantiles y juveniles, donde el olor de los caminos que componen las estrechas calles se intenta remedar, a manera de confusa mezcla de mercado artesanal y pavimento asoleado, con el uso de algunos adoquines robados a la municipalidad, caminaba una pareja, el hombre ya entrado en la edad madura, la mujer una jovencita apenas, la mano del uno sujetada por la del otro, el ritmo de su respiración secundando sus pasos.

Como todos los días todos los ruidos producidos por la agitación del villorrio se confunden esa mañana en una ensoñación enajenada digna del interés de un Salvador Dalí o un Luís Buñuel. Ella lo había conocido al otro lado del mundo y él ahora conocía, maravillado, el rústico aspecto de las inmediaciones familiares que habían formado el pasado de ella. Hileras de casas en posición desigual proyectaban su pixelada sombra de errabundez suburbana sobre el empinado presente de las retorcidas callecillas. Alrededor de la sombra de los paseantes se arremolinaban la gente que parecía desplazarse imperceptiblemente sobre la periferia de aquella curiosidad enamorada. Iban de un lado para el otro sin un destino aparente que por demás nadie parecía evidenciar, él preguntando, ella acudiendo a los detalles y la remembranza; caminaban sobre certidumbres anecdóticas y pequeños colapsos culturales.

La ciudad era semejante a un pueblo levantado sobre el ingenio terco de un aprovechamiento del espacio un tanto suicida. Ese tipo de escenarios que no se verá en una postal o en una colección de los paisajes más glamorosos del mundo. Pero ambos respiraban el aire de una certidumbre muy diferente; era la expectativa de saberse juntos, de saberse deudores de un bien común, de saberse libres de soledad. A veces bromeaban creándose la ilusión de que paseaban por algún deprimido resguardo cubano, indio o brasilero o algún otro que no hubieran visto juntos; disfrutaban el ir y venir de su lenguaje esfumado en vericuetos de versátil y turística superficialidad, más que nada disfrutaban el dejarse llevar por los recovecos burlescos de la ruda paradoja que parecía la vida humana en esos instantes. La vida pasaba y había que ir con ella simulando que no se lo percibía del todo, juntos habían aprendido a ser cáscaras.

De pronto él se interesó por una estructura, llamaba su atención lo que él llamaría una desvencijada barraca, sencillamente respaldada por la tosca convergencia de los elementos y la admonición temporal del abandono, un fantasma desvaído en la arena por el retraimiento de la baja mar. -Qué es eso?- preguntó. -Es una prisión, dijo ella, una prisión voluntaria-. La información lo tomó por sorpresa, se inquietó no recodando haber oído nunca de sus labios una historia semejante. Ya sabía que en ciertas latitudes cualquiera se puede topar con vaya a saber cuánta cosa exótica; pero aquello le pareció casi un disparate. -Cómo es eso?- dijo, retrocediendo de pronto a las inmediaciones ambivalentes de la realidad. Ella le explicó en lo que pareció un preámbulo de tímida justificación, variopinta mezcla de disparejos sentimientos restrictivos, lo que sabía al respecto.

Algunas cosas sorprendentes luego de una buena explicación resultan más lógicas que sorprendentes. Acusado por la estilo que se imponía en la historia y que no parecía provenir de su joven anfitriona, a él le pareció seguro indagar más de cerca y propuso que entraran. El edificio construido completamente en madera se componía de tres pisos amplios, casi plenamente oscuros por la falta de ventanas. Hileras de luz se proyectaban a través de las franjas intercostales del armazón; hileras de camarotes a manera de estantes definían el monótono ensamble en aquel interior húmedo y carcomido de anónimas memorias. En aquella atmósfera se mezclaban las sombras catárticas de la uniformidad con el silencio monástico de sus habitantes. De vez en cuando alguno de los espectros volvía la sombra de su rostro como para comprobar que el tiempo no se había detenido.

En una de aquellas sombras inertes, nebulosas ensoñaciones del olvido, estáticas certidumbres de la desidia, arruinadas formas de un declive casi cosmopolita, en pleno reposo desvencijado, ella creyó ver refugiada en la más abismal amargura, por un innegable y embarazoso momento, la impasible silueta de su padre, él la sintió estremecerse entre sus brazos al amparo de las sombras. Aquel momento pareció invertir por un instante la percepción de una marisma de sentimientos encontrados; ella era los sentimientos y quien sentía se había vuelto invisible, sólo su voz daba cuenta de sí, sólo su aliento la mantenía sujeta al relato y su relato la mantenía inmóvil en el instante. -Aquí vienen los hombres a purgar sus culpas, a matar sus tristezas, vienen cuando tienen mucho que matar, para poder seguir viviendo- Se sintió obligada a decir para salir de la estacionaria y fulminante emboscada con que el destino hacía eco en su estereotipada vulnerabilidad.

Poco a poco sin que ella se percatara, una inmensa distancia de razones se aglutinó en la mano que atesoraba su mano, y recorrió con el eco de sus reflejos el escenario donde terminaba esa expedición a ninguna parte. Al detenerse en mitad de aquella galería trillada de franjas refulgentes, lo sintió tenso, lánguido, tan ausente al término de aquel brazo que ya parecía el de otro, se estremeció con el impulso de soltarse y gritar su nombre. Pasado el primer sobresalto, haciendo crujir la madera del piso bajo sus pies, aspirando la pastosa atmósfera de una inexistente tranquilidad salobre de orín, pensó que aquello podía tratarse de un sueño. Él había decidido quedarse, era todo lo que se había limitado a decirle; fue entonces cuando ella advirtió su equipaje, su compacta mochila de marinero que no le había visto apurar al empezar el día, de allí él sacó un oso de peluche de ella, apropiado con modesta imperceptibilidad, un gran cuchillo artesanal con nombre propio y un silencio de espanto.

-Tengo muchas tristezas que matar-, le dijo. Ella le rogó por muchas horas, tiró de su cuerpo hasta hacerse daño, rasgó parte de su vestido y se ató a su torso mientras él permanecía inmóvil e inmutable, las horas pasaban renuentes de substituir las toxinas del tiempo; al cabo de tres días se rindió, había comprendido que él ya corría la suerte de los desventurados que, adentrándose en el seno de esa catedral de la consternación, sólo albergaban una esperanza de salir, si su espíritu salía fortalecido. Con el ritual de una pericia robada a sus ancestros ella se desembarazó de la templanza que lo inundaba a él, se prometió esperar a que su corazón atribulado dictaminara el término de su sentencia, cada quien se impartía su propia nostalgia y él seguramente tendría que ver acudir mucha a su nueva morada donde pasaría sus nuevos días lejanos de prisas. Dependía de cada hombre, de cada manera de devorar el deseo de su restauración, la manera como se apreciara su propio tiempo.

Cada espíritu cosechaba su propia percepción, se podía salir envejecido de siglos cuando no había pasado más que unas horas, se podía salir envejecido de milenios cuando pasaban ya muchos años. Algunos descubrían otra tierra al volver, una donde los asuntos abandonados a su suerte y las personas dejadas atrás se encogían en hombros al verlos llegar a la distancia, como atajando el recodo de una presencia que alguna vez fueron. Ella persistiría, ella sabría ser fuerte, era de estas tierras, simplemente se acurrucaría en su trozo de costa tapizada con los trozos de arrecife de coral, que el mar había lanzado en la propiedad de los abuelos sesenta años atrás por la época del gran huracán, le escribiría cada día y estaría esperándolo en el surco de sus mejores sentimientos, alimentada con el rito nómada del cielo en el horizonte, dispuesta a abrazar su recuerdo intacto junto a la luz sonreída por el océano.

Era su sitio uno de esos lugares que hablan, que pueden decir cuan equivocados llegamos a estar, que muestran con brutal claridad el desamparo al que están expuestos los mortales. En la barraca él y sus tristezas envejecían rápidamente, una pátina de reminiscencias lustraba su fisonomía exótica que contrastaba con todos los ocupantes voluntarios de aquel recinto dedicado al abandono, rápidamente pudo entender la dinámica de aquella rara naturaleza arquitectónica, los lugares terminan eligiendo sus moradores, este lugar simplemente había tenido curiosidad por él, por su manto de hábitos foráneos, por el color de su destino, dentro del caserón era como estar realmente vivo, una vida intensificada por la condensación de los horrores que aguardan en cada alma que se sofoca con los holocaustos de la reconciliación, si atinaban el camino esos hombres podrían reencontrarse de nuevo en medio del silencio cómplice del tiempo que adormece los sentidos, él tendría que pasar no obstante también por lo mismo.

Dichosamente no poseía muchos fantasmas del agrado de la prisión, religiosamente recibió un paquete de cartas cada día, eran cartas de amor, tenían dibujitos y corazones en las esquinas y bordes, las dejaba en el borde de su camarote y se marchaba sin volver la mirada, las leyó, las observó conmovido, hasta que se le cerraban los párpados en su obstinada perspectiva estatuaria, intuyó que los hombres tenían que quitarse su coraza de arrugas cuando se sintieran listos para salir, una especie de caparazón del que saldrían frágiles como si de crisálidas se trataran, pero ellos no recibían cartas de ningún tipo, quien sabe, quizá algunos se habían acostumbrado a ese ulterior estado de envolvencia, de útera fagocidad y presentaban una cáscara tan dura de romper que ya ni siquiera lo intentaban, ese sería pues el importe que tranzaría con la ensenada de ese cosmos lindante con una residencia en perpetua trasmutación, sin albergar el deseo de llamarse labriego de esas tierras se despojó de su piel dolorosamente y brincó su antiguo cuerpo quejumbroso a la luz del día que finalizaba.

Bajo el plateado escrutinio de la luna trazó el rosado destello de sus pasos, a tropiezos raudos, deslizándose a ciegas en el ensueño de su alucinación vadeó la armonía acantilada de las olas en calma, al verle echar pie a tierra por las proximidades de la despensa de su parentela su pecho brotó en arroyos de risas con felina congoja, numerosos caparazones ondeando en su pelo con el decoro esquivo de la sabiduría, recordó las cartas con sus dibujitos y corazones en las esquinas y los bordes, no había sido sólo su humilde despojo de pellejo el instante con el que rodara apenas unas pocas horas detrás, la aurora sonreía casi tristemente sobre su arrebujada cabellera arracimada de conchas nácar; en medio de las sombras que insistían obstinadas en despojar cada liga nocturna, azotado apenas por la brisa matutina, él imaginó cada detalle de su agonía con sus renovadas empuñaduras de eufonía y en el destello invisible de un camino trazado con pródiga sensualidad se abrió la plenitud de su figura ante sus ojos hambrientos de vacío.