La condición

La condición

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Un atisbo a la fortuna de la humanidad

Uno de los patrimonios comunes que mejor define nuestra presencia en el cosmos y por ende a todos los seres humanos, si es que le queremos dar alguna importancia de esa naturaleza a nuestro efímero paso por un mundo, es que nos equivocamos, no precisamente que cometamos errores, pienso que con los errores a veces se procede de forma predeterminadamente altruista. Una rara cualidad que nos define se expresa a veces, por ejemplo cuando nos dirigimos a una persona que acaba de ingresar a las esferas de iniciación de este mundo humano y queremos hacerle sentir la fuerza del pensamiento, una de las razones del juego entre adultos y niños es establecer un territorio de autoexploración y reconocimiento, crear un laboratorio donde se permita la expresión de la persona y eso la mayoría de las veces sólo es posible si el adulto otorga ciertas ventajas al niño, entre ellas el equivocarse para que el iniciado lo vea y saque sus propias conclusiones.

De qué otra forma se explicaría también que, hasta donde es plausible deducir por la experiencia de los comportamientos humanos a lo largo de incontables generaciones, la mayoría estaríamos dispuestos a pelear a muerte por nuestra propia supervivencia, un rasgo que nos emparenta con otras dinastías de cuya herencia también ostentamos la de obedecer patrones de dominio, castas y jerarquías, en vez de acudir a la curiosidad incesante, a la admiración respetuosa y a un cuidadoso autodominio. Los panoramas esbozados en estos dos planes voluntariamente ideales (un error de procedimiento que implica asumir que algunos comentarios se hacen simplemente para tener mejor claridad) son tan diferentes que quizá no haya habido momento en que ninguna mente lo estuviera tomando en consideración, y desde luego la figuración de los registros sobre las más emblemáticas revoluciones parecen apoyar esta idea. No es algo en lo que me guste pensar simplemente, lo detecto.

Para casi todos hay un momento en que estamos dispuestos a prescindir de nuestro propio bienestar por ver a flote y llegando a buen puerto el de alguien a quien estimamos lo suficiente, aunque hay varias formas de pensar en cuanto a esto y una de ellas advierte que para ciertas personas su propio bienestar depende del de los demás, pero no es el caso general que esta práctica ideológica esté lo suficientemente extendida como para que a todos les sea algo cotidiano. Nunca he sido demasiado teórico aunque me gusta el delicado equilibrio de la razón, por ello me gustaría asegurarme de que estoy remando por los dos lados, para que no se dé lugar el pensamiento de que pretendo sugerir que al proceder dentro de los parámetros que se consideran correctos, en el lugar común del pensamiento consagrado a los procedimientos, naturalezas y estrategias del altruismo, se esté cometiendo un error, más bien quienquiera que proceda de esa forma está, en el peor de los casos, construyendo un magnífico error y en su diseño participa toda la magnanimidad del altruismo que se puede disponer cuando de bienestar se trata.

Soy tan susceptible a la belleza que cuando encuentro algo bello puedo sumergirme por horas en ese delicado instante. Dicen que los muertos no son hipócritas, supongo que porque ya no pueden ser mucho más que un imparable deterioro, un extraño homenaje al final de la historia. Quizá se inventaron las historias para darle otro final a los destinos humanos. Cuando alrededor de una fogata perdida en el tiempo, se congregaban los sobrevivientes de algún clan amenazado, para rendir tributo a su más reciente compañero de viaje en camino hacia lo incognoscible tal vez fuera para sentir, además de la huella de una hermandad de viajeros, también incognoscible, el inicio de una infinita revancha con ese otro patrimonio común, que nos define en nuestra efímera intervención del cosmos en una singular nave bioprovisoria que llamamos tierra. Si, quizás los muertos ya no son hipócritas, tal vez al tomar ese camino desprovisto de toda luz que no sea la de una peregrinación ideológica, adquieran un buen corazón, entran en la gracia por así decirlo. Aún así siempre que se considera la muerte se despliega una perspectiva que hace pensar en los legados y la prolongación de nuestra memoria.

Para quienes son capaces de crear algo apreciable aunque parezca inútil, como me parece que decía el señor Kant, ese legado está respaldado por las formas del arte y más que por sus formas, por sus no formas. Al margen de esa discusión tan espeluznante como un embotellamiento en Brooklyn, he de continuar por un sendero a lo mejor menos glorioso en términos de apreciación estética aunque no menos importante en este ligero razonamiento, lo que me lleva a una época en la que quienes no creaban por indisposición del espíritu histórico o por ocupaciones de otra naturaleza, podían aspirar a una forma de inmortalidad sucedánea, podían convertirse en mecenas siempre y cuando contaran con los medios o supieran donde hallarlos. Actualmente es una práctica en desuso y hacer referencia hoy día al mecenazgo significa más que una recapitulación histórica, sobre todo cuando el dinero ha pasado a hacer parte de la lista patrimonial que nos define como fugaces transeúntes de la existencia mientras dure.

Fotografía: Adriana Villamizar

Y ese mientras dure puede finalizar con la historia personal de alguno de los transeúntes o con la historia general de la nave en que viajamos por el desconocido e inmenso universo que nos abarca, tal vez más allá de nuestras más lejanas incursiones en lo incognoscible. Me pregunto por qué parece abandonada a su suerte, una práctica que puede significar aquello que supuestamente ha movido tanto las más brillantes como las más oscuras manifestaciones que la tierra ha experimentado, a cuenta de las aspiraciones humanas de cierta forma de inmortalidad. ¿Es posible que ya no sea ese uno de los motores principales de nuestra presencia en la tierra? ¿Eso es lo que confirman las actuales medidas de emergencia que se han tenido que tomar para salvar y rehabilitar lo poco que parece que queda? Si toda nuestra supervivencia como género humano se encuentra en riesgo de desamparo ante las prácticas que como género hemos llevado hasta un nivel de consecuencias perverso. ¿A quién podría cabérsele una inquietud como la que se expresa en estas líneas? Tal vez simplemente sigue habiendo gente que sueña con una idea de perennidad que no está a la altura de las circunstancias.

A pesar de todo sigue latiendo con fuerza aquella naturaleza del arte que permite comunicar lo incomunicable por otros medios, que hace infranqueable los grados máximos de degradación. Bien o mal hay que admitir que el arte es ese otro gran patrimonio que permite trazar la huella de nuestro viaje común. La olvidada práctica del mecenazgo hace que ello sea un poco diferente de todo lo que fue catapultado por dicha forma de desempeño ideológico, que ponía su mirada en un futuro que en el mejor de los casos es nuestro presente, otra de nuestras riquezas, a pesar de los embotellamientos de Brooklyn y las caídas de las bolsas de valores, cualquiera sea la manera en que se desplomen. Es reciente la partida hacia lo incognoscible del emblemático impulsador del estilo de comunicación tecnológica, el señor Steve Jobs, un hombre que fue diseñador de toda una era de innovación especializada en los llamados mecanismos exclusivos de interacción inteligente del mundo digital.

Si lo menciono es porque quizá como ningún otro en su medio, el señor Jobs le dio prioridad al tiempo, pues se sabía con poco y dotó a todas sus innovaciones de ese temperamento que congenia bastante bien la eficiencia con el rendimiento. Si algunos utilizan sus diseños en pro o en contra de sus propios intereses o el de los demás no es algo que me interesa discutir, solamente quiero ajustarme a la proyección de que como en ninguna otra época el ser humano se vio envuelto en la posibilidad de la inmediatez, una ilusión que hace parte de nuestro ancestral tesoro, desde que se provocó la impresión de un instante sobre una delgada superficie de papel. Quizá sólo fuera el cómo lucía ese instante en el preciso instante en que se fijó a la superficie sensible, o el tiempo que tardó en fijarse, o tal vez sólo la idea de poseer la pista de un recuerdo, el registro de un momento, la evidencia visible de que algo realmente sucedió. De cualquier forma lo que queda es nuestra pasión por el tiempo, que hace que el mundo se complejice hasta casi volverse un caos indiscernible.

Si cuestionamos un poco más la evidencia descubrimos que lo que nos queda es esa notable claridad en las aspiraciones, queremos permanecer y queremos dar cuenta de lo que permanece con la eficiencia suficiente para hacer parte de ello en una medida que pueda combinarnos con lo que permanece, así sea desde un escenario incognoscible. Tal vez seamos demasiado vanidosos al querer algo como eso, pero también estaríamos siendo los más grandes altruistas de la humanidad, pues al proceder de esta manera nos ocupamos de que nada valioso se pierda, aunque ya no quede nadie para contemplarlo, salvo algún dios sobreviviente y contemplativo. Por tanto ya sea que se defienda a las ballenas o al atún, o a las formas y prácticas del arte, se está yendo en la misma dirección, una en la que se declina a la muerte con el vigor heredado de la ancestral revancha que los clanes disminuidos y amenazados alrededor de lejanos fuegos, le hicieran a lo incognoscible. Se dice que los muertos no son hipócritas, quizá porque siempre parece haber alguien dispuesto a honrar su memoria, pero de los vivos se espera que hagan algo más, algo.