La condición

La condición

miércoles, 5 de junio de 2013

comentario




Un filme resuelto a evidenciar poéticamente algunos trozos de las exuberantes pesadillas del ser humano. Alguna vez reparé en ella con la precaución que suelen despertar las obras prestigiosas de ese estilo, y escribí algo que encontré en mi memoria por azar, cuando me encontré con la imagen, deambulando entre las afluencias digitales de la Red, en busca de alguna comparecencia interesante... Lo transcribo aquí, abusando de la posibilidad del comentario, aunque semeja más que una observación entusiasta, una contundente semblanza del mal.

Todo el hollejo narrativo de esta película ha sido compuesto, casi literalmente, mediante los finos artificios presentes en la juiciosa descomposición de la trama [no recuerdo a quién se lo escuché], perfilando las rudas facciones del relato con argumentos visuales rigurosos, indicio de un homenaje al homenaje. En algunos fragmentos las superficies narrativas se recargan de un significado que encarna el dolor de una imaginación fecunda, al interpolar encadenamientos que expresan la artesanía implicada en un exterminio tristemente célebre 1.

Un suspiro anecdótico en aquellos mismos fragmentos, que omito describir por simple decoro con el lector potencial, amortigua la sistemática desenvoltura de los escenarios representativos con que se nos revela, en una forma épica de la épica, la miseria de la condición humana, en un trayecto muy accidentado de la historia poco más o menos contemporánea. La capacidad organizativa de la modernidad en ciernes convertida en un carnaval obsceno de autodestrucción 2.



Esos exteriores son despejados, yertos, fríos, viciados por la descomposición. Los pañuelos y los guantes sirven para crear el efecto o aura de repugnancia casi intolerable del ambiente, pero respecto al absurdo de aquel espacio revelador de las contradicciones orquestadas por la llamada naturaleza humana. La ceniza es inquietante, puede ser, tal vez, una metáfora de la conciencia. La  escena donde vemos la iglesia y a Oscar Schindler, secundan para simbolizar la corruptibilidad del hombre que, sin embargo es capaz de encumbrarse a categorías sublimes, a través de sus holocaustos internos, y también por la forma en que aprovecha las oportunidades que encuentra.

Hay un escrúpulo en la manera en que los personajes llevan sus ropas, eso determina sin más esfuerzos los rigores del clima... Algunos prisioneros usan azadón... Los niños que juegan en el parque tienen gorras polacas, las que más tarde se reconocerían en la indumentaria de la revolución bolchevique; esto nos sitúa en un contexto histórico con dimensiones de profundidad, un gesto que tal vez correspondan los cronistas más austeros. Por el lado de los uniformes, si no fuera obvio, casi se podría decir que representa la ideología nazi misma, construida según los documentos mediatizados, sobre bases de un chovinismo y un odio racial utilitario.


Ψ


Los gorros de las militares nazis son bastante altos, una estilización que las ubica en espacios concretos de responsabilidad social, florecientes a partir de las próximas décadas, aunque por otras razones. La reconstrucción del bunker donde higienizan a las mujeres es más que impresionante, posee cualidades iconoclastas sobre la doctrina exteriorizada, en el sentido de que es muy estable, inamovible, hermético; la ventana redonda deja la sensación de estar arriesgando una crítica sobre los micro universos abominables de los sistemas fascistas. Se adivina que Spielberg quiso proyectar desde el principio la trascendencia escultural del héroe, haciendo frente a las más artificiosas formas de barbarie. Al respecto podría aventurar que el anillo en la mano izquierda de Schindler (momento de quiebre), se ofrece para exteriorizar tono temporal del tiempo cronológico de la historia, y quizás la relación mística con los judíos a su cargo, o algo así.

Montañas de cadáveres, restos humanos que se convierten en restos de una cultura; según recuerdo la película no dimensiona los alcances étnicos del tratamiento alemán en el contexto y sólo sitúa a los judíos en el encuadre narrativo. Los militares son todos jóvenes, casi podría decirse que las víctimas también lo son, como para acentuar aún más las proporciones del absurdo. Las ruedas sin llantas son un énfasis esquelético que penetra en el contraste de los uniformes y los rostros jóvenes. De hecho, en la escena de la iglesia se lo presenta desde un rincón de mundana austeridad a punto de romperse, lo cual parece insinuar una especie de inmortalidad material, el simulacro más fallido de los impulsos de la autoridad desmedida (en esta especulación, tal vez ese momento, de marcada distinción, un florecimiento a la sombra del destino, se encuentre relacionado con el ritual de las piedras que se tributan en la tumba hacia el final de la película).


ψ


Un detalle que no pude olvidar es que en la oficina de Schindler, mientras el equilibrio del poder gira sobre los goznes estridentes de la ofensiva aliada, hay de cuerpo presente una lámpara central metálica en forma de cilindro. Acompaña la composición de tristeza o desesperanza de los dos hombres. La lámpara está “cabizbaja”, por así decirlo. Los estrechos lentes del amanuense, interpretado magistralmente, sirven para dimensionarlo, darle profundidad, una cierta distancia cultural respecto a su paradójico y temporal dueño de su destino. También le confieren una dignidad inquietante.

La máquina de escribir es de un mismo tono o muy parecido, que el automóvil en el que se transporta Schindler, lo que hace suponer que el escribiente judío es su conductor y que la máquina es el dispositivo mecánico de su trascendencia; tal vez exagero, sin embargo parece haber una concesión al desvarío de los sentimentalismos, las vidas de los que salva son viajes emocionales, por así decirlo, y la representación se expresa en contradictoria consonancia con el invisible material del espíritu. Ambas cosas parecen ser suyas y sin embargo es la máquina de escribir la que finalmente le permitirá llegar a su destino. Me gustan los simbolismos, ¿me cuesta trabajo concebir algo fuera de su orbe?

En la oficina también hay un reloj redondo de pared, símbolo del plazo en que se convierte la vida cuando se llega a un estado de conciencia. Los cables de conexión eléctrica visibles construyen la movilidad de los escenarios y el carácter transitorio de la vida, lo efímero de la migración humana por la realidad. Para la escena de los cabellos se utilizaron delantales, tijeras y violín al fondo. El violín más que complementar la dinámica dramática lo que hace, es permitir que el acto de cortar los cabellos se convierta en un fenómeno iconoclasta, que genera en la psiquis el efecto de una amplificación del atropello infringido a las mujeres, las cuales son, en el filme, una dolorosa alegoría de algunas de sus condiciones de vulnerabilidad universal [Ingenioso].

Quisiera insistir, por último en aquel aspecto luminotécnico que a mí me genera el ambiente infernal que bien sugiere; es similar a la comparación que se puede hacer del campo de recolección de cadáveres y la visión universal que se tiene del tema de Dante, cuando representa al infierno. Pero aquí, la representación se aleja un poco de la propuesta teatral y se adentra de lleno en los aspectos menos grumosos de la cinematografía. Creo que aprovechan la ubicación de las dos luces que se apagan, ladeadas ligeramente, para crear la sensación de una presencia diabólica que mira complacida aquella burla; se me asemeja mucho a la posición de cabeza ladeada de algunos asesinos o sicópatas, personificados en la gran pantalla, que contemplan en éxtasis las formas de alguna destrucción.





1. Tanto la grúa transportadora como el bunker acondicionado o diseñado para la “limpieza” son aspectos visuales, que establecen el proceso sistemático diseñado por los nazis en la SGM para perpetuar aquel famoso genocidio conocido como El Holocausto. Exponen claramente los niveles de aberración alcanzados en la invención de la industria criminal en que se convirtió aquel proyecto nacionalista de estado.

2. Los uniformes (tanto los de los militares como los de los prisioneros), recreados con toda meticulosidad, también están orquestados para producir una intimidante sensación de orden, dominio, sangre fría, locura; que consolida la presencia de las carretillas con las que se tornea la escena macabra de tan comprometida jornada.




lunes, 27 de mayo de 2013

מערקאַטשיפלערíאַ אַנקאַנסטאַטושאַנאַל



Algunas iniciativas son respetables por su ingenuidad, no en el sentido que ofrece un idealismo implícito, más bien en el de una casi incomprensible trivialidad. Brotan con la tímida pericia de cualquier genealogía, con el osado arrebato de un chispazo iniciático, augurando la oportuna llamarada que aún precisamos para nuestra permanencia, por ahora vagamente insólita pero insólita al fin y al cabo. Amenazan con dulzura fructificar y rendir tributo al artificio, en un ambiente de íntegra adulteración. Es de esperarse que en principio toda idea referente a las aglutinaciones y fundamentalmente a ese voluntario reducto del salvajismo subyacente, que podría llamarse los ensueños de identidad, resulte cuando menos ridícula, sin embargo se trata de prótesis a las que todavía nos encontramos vinculados sin mucha posibilidad de avanzar por nuestra cuenta, por lo que en vez de prótesis las llamaremos, como suele hacerse, herramientas sociales.
Hasta donde se presume que puede alcanzar el entramado de una evidencia más o menos bien fundamentada, no parecen existir bases teóricas, al menos lo suficientemente firmes, para respaldar el vigor de las metáforas procedimentales emanadas por nuestra paradójica perspicacia, que algunos filósofos del lenguaje emplazan con no poca sensatez, en una poderosa habilidad lingüística, que parece haberse desarrollado para delinear sutiles apreciaciones insostenibles de una lógica seudo-conceptual, a falta quizá de mejores luces o un exceso de confianza en el fenómeno que envuelve la práctica de la reflexión, una habilidad por demás casi siempre extravagante, si bien extendida a la mayoría y todo lo que se nos antoje, aunque de alguna forma anexada al automatismo pre-posmoderno como hábito desfigurado por la conducta, y que estampa en la dudosa conciencia colectiva, recoveco sociológico, no pocos preciosismos horripilantes.
Ya que el espejismo de la razón parece traslucir la ausencia de una base firme, algunas inventivas no tienen otra opción que flotar a la buena de la deliberada incertidumbre, entre el refinamiento propagandístico de los valores nacionalistas y la templada inestabilidad originada por otro oscurantismo tremendamente bien usufructuado, todo en el mismo recipiente, pues si parece haber causa susceptible de lucir administrada con sediciosa maestría, esa puede ser la ignorancia, y ello no en modo alguno patrimonio exclusivo de una sola nación, es decir, una especie de fisonomía de la globalización, algo así como un carácter artificioso, dentro de otro carácter artificioso, uno y otro con tangibles y a veces apócrifas pretensiones de legitimidad.
No obstante al intentar superar esa primera impresión de ridiculez desfachatada, el ánimo entusiástico de un remanente autóctono asume la responsabilidad de considerar, fuera de toda duda razonable, la enorme riqueza de talento y derroche de personalidad que estaría a nuestra disposición, y a unos cuantos clics, para estimar el derrotero legatario capaz de hinchar nuestros tórax, además del smog, de una sana dosis de engreimiento. Y es brutalmente irrefutable, no carecemos de vínculos que nos estrechen en la filial arrogancia de nuestra esforzada estirpe, tan abundada de efervescencias nacionales como de legionarias fermentaciones a cual más deferentes. Se encuentran diseminadas por todos lados, tanto a la luz de la justicia como a la sombra de la legalidad. Y todo ese dinámico baluarte de cualidades no hace más que recrudecer la contradicción, pues ¿quién se mostraría capaz de personificar tan enorme competencia, encarnando además la febril magnitud de todas aquellas potencialidades aún por declarar?
Ya que nuestra exposición de tan incontinentes virtudes aún se encuentra parcial y austeramente desplegada, como cabe esperarse de cualquier virtuosismo en ciernes, se trata sin lugar a dudas de una empresa que sólo nosotros podríamos llevar a cabo. Así que ya entrados en generalizaciones, ¿por qué no proponer por ejemplo, como admirable arquetipo de nuestra bien aprovisionada y muy fecunda idiosincrasia, al insigne favorecido de los irrevocables más de cien años de historia constituida?, es decir, a ese representante del anacronismo póstumo y becario del repudio a cualquier forma demasiado accesoria de frívolo reconocimiento, y que hoy podríamos identificar como desarraigado geopolítico, mal conocido en la actualidad con el apelativo inexacto de desplazado social. No se me escapa que la caprichosa campaña persigue beneficiarse de un blasón con nombre propio, pero si se lo considera con un poco de sensata y hondonada cordura, qué mejor que el beneficio de una identidad ya establecida y a contrapulso de un poderoso ahínco ejecutante.
Vamos por partes. ¿Qué trayectoria puede ser más larga que la del desarraigado? No sólo en kilometraje, la hazaña se remonta, con un poco de coraje patrio, hasta los tórridos y firmes estribos fundamentalistas de un embarazoso federalismo republicano, que dividió la naciente autonomía en una moneda de dos sellos más o menos iguales, en términos del entusiasmo fratricida que caldeó entre algunos corazones inconformes. Ese salario acuñado en los tempranos inicios de nuestra naciente quintaesencia de país, continúa hasta nuestros días y sirve, como en tiempos del albor profano de otra cultura a la par de nuestros mejores crisoles, para velar por el sagrado derecho de los mortales a sufragar el viaje hacia los sobrenaturales senderos de la gracia sublime. Poso de fatalidad es el recreo aleatorio de un coraje mal encaminado, en todo caso nada de qué avergonzarse que no pueda ser señalado en los demás congéneres y quizás bajo su inexcusable influencia.
En cuestión de valores, ¿cómo cuantificar el enorme contorno de una tasación que hoy podemos admirar, henchidos de un exótico gozo tropical, en algunas de las más prestigiosas familias de serena trascendencia, que con prodigalidad de esmero y sacrificio lo han agenciado desde entonces? En ese sentido su legado vive de manera abnegada como una ofrenda benefactora, más allá de las inmolaciones y padecimientos que suelen ser comunes en el trayecto de cualquier civilización. Un devoto comedimiento que, cuando menos, debería resultar suficiente para despertar el respeto por tanto mártir rendido subrepticiamente por una exaltación tan osada, que sólo puede compararse con la grafía de una nobleza anónima. Nuestro orgullo debería manar a borbotones, con la misma esplendidez con que ha chorreado por esta buena tierra de colosos, la titánica vastedad de aquél probo océano de fluida exaltación y en las más rudas condiciones de un auténtico cáliz propiciatorio; sin trabajo, sin comida, sin jurisdicción, sin esperanza, pero con fe en las potestades invisibles, es decir, una versión altruista, quijotesca, holocáustica, e incuestionablemente liquidada de nosotros mismos.
El espíritu prócer en potencia del desarraigado vincula, si bien en una condición que resulta subrepticia, nuestras más estrechas transacciones con la magnificencia, pues del mismo modo que somos una sociedad de grandes contrastes, sabemos proyectarnos en medio de las cuestiones más incongruentes, aunque se tenga que apelar en algún momento a procedimientos contradictoriamente vinculados con un arrojo provocador y a veces, cuando no provocativo, convulsamente revolucionario. Y puesto que su arte es la supervivencia, no podemos dejar de sentirnos halagados en nuestro fuero interno, por disfrutar las prerrogativas emergentes de un potencial creativo, con tal voluntad de peregrinación hacia el mísero cadalso que nos separa de la gloria. Por si fuera poco, no haríamos honor a nuestro opíparo capital sobrehumano, si desdeñamos la venia que cualquier deportista bien entrenado haría, ante la homérica indomabilidad de atravesarse el territorio de pasta a pasta, para aludir temerariamente a cierta trascendencia que parece tener, algunas veces, la rumbosa savia del efímero trayecto que llamamos vida.
Incluso hay poesía en todo ello, atormentada es cierto, como toda inspiración que se presuma fronteriza a lo irrevocable, ¿qué más aporte nacional?, ¿qué mejor ejemplo de genio y en tan vigente dimensión empoderada, que sitúa el margen del error en la propia carne viva, anteponiendo el sosiego corporativo a los sucios intereses particulares? Si en un principio me pareció que la propuesta resultaba más bien gazmoña, ahora debo apelar al juicio reflexivo y máxime cuando no faltará el despistado que le dé por proponer, entre algunos inspirados candidatos, sin embargo fragmentarios y en trance depurativo para lo que nos convoca, afiliados sin suficiente criterio al difuso asperón pre-posmoderno que, por otro lado nadie parece entender del todo bien. En un balance íntegro, justificable hasta donde cabe imaginar. Por ello y porque en aras de la permanente autocorrección que reescribe nuestro pasado a la luz de los nuevos descubrimientos, se empieza a apreciar que nuestra nación nombrada en honor a un infundado pionero, además se predispone a desposeer su legendaria precedencia, derivo en la opción del desarraigado.




sábado, 2 de marzo de 2013

CUENTO EXPRESS



LEVIATÁN

Las palabras tronaban en el pánico del aire, como fúricas codicias iniciadas en la infinita embriaguez de una gesta transitoria, franqueada de generación en degeneración en inagotables sucesiones de eras; los juramentos soporíferos y las amenazas pretendidamente balsámicas, enardecían la pequeña muchedumbre en que se aglutinaba el fragor léxico, manteniéndola en vilo, suspendida en la métrica infinita de una ruta indescifrable, aguijoneada en fétida obcecación por sulfúricos acentos, como si tuviera que sobrellevar, constreñida en la brutal mansedumbre de los elementos, el bautizo de una tempestad iracunda, bajo el medroso fortín de extravagancias provisorias a que las frágiles entidades apalean, cuando acarreadas por alguna tácita obsesión de permanencia, ceden al cortejo distintivo del conjuro, según fatídicos e insondables pareceres, a cual más suplicantes, tan propicios entre alientos que incapaces de entender, se advierten empuñados por la fuerza incorpórea de una prescripción irremediable, que quizás los obligue a invocar presencias invisibles, que perciben ocultas sobre todo aquello que se desconoce. Las palabras tronaban en el pánico del aire, incomodando acaso los perceptivos dones de las entidades displicentes, que apartadas del hervidero mundano en algún lugar sin distancias ni tiempo, quién lo sabe con certeza, se consagran tal vez al sereno escrutinio de las osadías impalpables, que proliferan por el universo como metáforas divinizantes.

Propenso a examinar los fenómenos fugaces que gobiernan las equívocas usanzas que a veces configura la materia, acude discretamente una espectral curiosidad, y en tanto que despliega en una exhalación repentina de ciclos ordinarios, su repaso inmemorial de los rasguños verbales enunciados a lo largo de un bostezo eterno, tanteando en un dialecto adjetival de facturas indigentes, cree arrebatar de entre la cólera de voces, calcinados homenajes de un tiempo más obsequioso y ya extraviado, a qué negarlo, en fantásticos trayectos de instintiva suculencia. El denuedo extravagante con que se arrostra el vehemente favor protocolario, no agobia de manera irremediable, sin embargo, el afable beneplácito de la impávida presencia, pues las anomalías manifiestas de la obstinación terrena, se aprecian mejor en el discreto abandono de una plausible inexistencia. Así, el flemático albur atisba, inquisitivo, desde las comisuras de una danza peregrina, merodeando con frecuencia sobrehumana la perspicacia de lo incognoscible. En torno al irrelevante sacrificio, que parece presto a tolerar mayores apogeos, se desencadena un resplandor precipitado, el auge intemperante de un convenio de agonías.

Y aunque la presencia que los escruta se encuentra más allá de esas ruines alharacas, que se extienden sobre los incautos confabuladores, como si existiesen entre lóbregas serpientes ilusorias, de terrores y delirios implorados, tan conciliadores e indulgentes como severos y envilecidos, por la condescendencia atropellada con que esos extraños especímenes, subyacentes de tradicional fatiga y enajenados con la trepidación de sus conciencias reptantes, se adjudican el eximio artificio de la supervivencia, marcada con servil premura en la transmigración indeleble de sus pavesas fecundacionales, de igual forma es plausible sospechar que en su despreocupada permanencia, alguna simpatía se encuentre dispuesta a ser desperdigada, en esa indefinible entidad que los observa y de la cual se sustraen casi por completo, casi sin quererlo. Las palabras truenan, ya no en el pánico del aire, que ahora reposa anegado de una existencia menos perecedera que el habitual escamoteo de los terrenales; truenan también en las difíciles periferias que circundan un espacio más distante, un ambiente impensado que cautiva o acoge desconocidas complacencias, truena la voz que le confiere su hálito, como si en su apuro, pretendiera dispensar con cada oquedad significante, la porción del mundo que desborda su neófita incertidumbre, a pesar de los cuatrocientos siglos de precaria coexistencia interrupta.

Truena la voz y lapida el diplomático estoicismo del instante, mientras el eco de los últimos vocablos rugen, abatidos en el oleaje indeciso de una doctrina pedestre y descuidada, quizás sustituyendo en su iracundo letargo, la insospechada migración de nuevas e inconcebibles presencias no menos escrupulosas y tan inadvertidas como irreales, que la entidad no se atreve, acaso, a indagar más allá de lo debido. ¡En el nombre de Jesús, sal! Y por un relámpago de instantes en temerario libertinaje perentorio y perpetuo, que podría abarcar discretamente a todo el orbe conocido y por conocer, la espectral curiosidad no consigue eludir, a sabiendas del significado espontáneo que toda entidad de naturaleza extraterrena, daría en sortear sin falta y a expensas de la precaria y más reciente ascendencia civilizacional, la visión exótica de un oblicuo designio de abstracción, que descuella en la postura sinuosa del recipiente doméstico, que duerme al amparo del aliciente inmediato, despojado ya del artificio que alguna vez ostentara, en los temerarios comienzos de la humanidad, en la modesta repisa del contorno circunscrito que los humanos suelen llamar, con astucia y sobriedad, el comedor.

Allí permanece unos instantes la impasible majestad, con la contemplación derrochada en ese objeto trashumante, que ha visto ir y venir en las centurias más recientes, las que han sufrido el menoscabo de la fragilidad, en un mudo interés por admirar la vida que vigila, sabiéndose capaz de vislumbrar sin esfuerzo, las más recónditas y alejadas corrientes siderales, que suelen gravitar en el acantilado de una frondosidad más interesante y encantadora, al menos más real. La presencia indiscernible a la postre se va, declinando el insuceso en pos de instancias más esenciales, dejando a los humanos con sus parquedades de ultratumba; una antigua certeza suspende su partida en el pánico del aire, que una vez más se resiente desgarrado por la fatalidad de la voz atronadora, ¡Debo estar perdiendo el sentido del ingenio!, alcanza a oír el aire corroído de exigencias, en un susurro que nadie más repara, antes de atomizarse nuevamente con los ruegos afligidos del suplicio persistente, abrumado de presagios añadidos y a reducto de triviales sortilegios. Cesa el ruego, se ensombrece un poco más el escrutinio del espanto pero ya no hay entidades que contemplen, hasta ellas tienen un límite para el aburrimiento, y con el último ruego de la intemperante súplica finaliza la fragosa expiación, rebasando en dúctil runa las endechas inflexibles, que atestiguan sin excesivos escrúpulos el jubiloso equilibrio desencadenado, cuando se sabe que el trabajo se ha cumplido con vigorosa y fundamentada arbitrariedad, ¡Aleluya, camaradas, el diablo ha sido expulsado!