La condición

La condición

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Un atisbo a la fortuna de la humanidad

Uno de los patrimonios comunes que mejor define nuestra presencia en el cosmos y por ende a todos los seres humanos, si es que le queremos dar alguna importancia de esa naturaleza a nuestro efímero paso por un mundo, es que nos equivocamos, no precisamente que cometamos errores, pienso que con los errores a veces se procede de forma predeterminadamente altruista. Una rara cualidad que nos define se expresa a veces, por ejemplo cuando nos dirigimos a una persona que acaba de ingresar a las esferas de iniciación de este mundo humano y queremos hacerle sentir la fuerza del pensamiento, una de las razones del juego entre adultos y niños es establecer un territorio de autoexploración y reconocimiento, crear un laboratorio donde se permita la expresión de la persona y eso la mayoría de las veces sólo es posible si el adulto otorga ciertas ventajas al niño, entre ellas el equivocarse para que el iniciado lo vea y saque sus propias conclusiones.

De qué otra forma se explicaría también que, hasta donde es plausible deducir por la experiencia de los comportamientos humanos a lo largo de incontables generaciones, la mayoría estaríamos dispuestos a pelear a muerte por nuestra propia supervivencia, un rasgo que nos emparenta con otras dinastías de cuya herencia también ostentamos la de obedecer patrones de dominio, castas y jerarquías, en vez de acudir a la curiosidad incesante, a la admiración respetuosa y a un cuidadoso autodominio. Los panoramas esbozados en estos dos planes voluntariamente ideales (un error de procedimiento que implica asumir que algunos comentarios se hacen simplemente para tener mejor claridad) son tan diferentes que quizá no haya habido momento en que ninguna mente lo estuviera tomando en consideración, y desde luego la figuración de los registros sobre las más emblemáticas revoluciones parecen apoyar esta idea. No es algo en lo que me guste pensar simplemente, lo detecto.

Para casi todos hay un momento en que estamos dispuestos a prescindir de nuestro propio bienestar por ver a flote y llegando a buen puerto el de alguien a quien estimamos lo suficiente, aunque hay varias formas de pensar en cuanto a esto y una de ellas advierte que para ciertas personas su propio bienestar depende del de los demás, pero no es el caso general que esta práctica ideológica esté lo suficientemente extendida como para que a todos les sea algo cotidiano. Nunca he sido demasiado teórico aunque me gusta el delicado equilibrio de la razón, por ello me gustaría asegurarme de que estoy remando por los dos lados, para que no se dé lugar el pensamiento de que pretendo sugerir que al proceder dentro de los parámetros que se consideran correctos, en el lugar común del pensamiento consagrado a los procedimientos, naturalezas y estrategias del altruismo, se esté cometiendo un error, más bien quienquiera que proceda de esa forma está, en el peor de los casos, construyendo un magnífico error y en su diseño participa toda la magnanimidad del altruismo que se puede disponer cuando de bienestar se trata.

Soy tan susceptible a la belleza que cuando encuentro algo bello puedo sumergirme por horas en ese delicado instante. Dicen que los muertos no son hipócritas, supongo que porque ya no pueden ser mucho más que un imparable deterioro, un extraño homenaje al final de la historia. Quizá se inventaron las historias para darle otro final a los destinos humanos. Cuando alrededor de una fogata perdida en el tiempo, se congregaban los sobrevivientes de algún clan amenazado, para rendir tributo a su más reciente compañero de viaje en camino hacia lo incognoscible tal vez fuera para sentir, además de la huella de una hermandad de viajeros, también incognoscible, el inicio de una infinita revancha con ese otro patrimonio común, que nos define en nuestra efímera intervención del cosmos en una singular nave bioprovisoria que llamamos tierra. Si, quizás los muertos ya no son hipócritas, tal vez al tomar ese camino desprovisto de toda luz que no sea la de una peregrinación ideológica, adquieran un buen corazón, entran en la gracia por así decirlo. Aún así siempre que se considera la muerte se despliega una perspectiva que hace pensar en los legados y la prolongación de nuestra memoria.

Para quienes son capaces de crear algo apreciable aunque parezca inútil, como me parece que decía el señor Kant, ese legado está respaldado por las formas del arte y más que por sus formas, por sus no formas. Al margen de esa discusión tan espeluznante como un embotellamiento en Brooklyn, he de continuar por un sendero a lo mejor menos glorioso en términos de apreciación estética aunque no menos importante en este ligero razonamiento, lo que me lleva a una época en la que quienes no creaban por indisposición del espíritu histórico o por ocupaciones de otra naturaleza, podían aspirar a una forma de inmortalidad sucedánea, podían convertirse en mecenas siempre y cuando contaran con los medios o supieran donde hallarlos. Actualmente es una práctica en desuso y hacer referencia hoy día al mecenazgo significa más que una recapitulación histórica, sobre todo cuando el dinero ha pasado a hacer parte de la lista patrimonial que nos define como fugaces transeúntes de la existencia mientras dure.

Fotografía: Adriana Villamizar

Y ese mientras dure puede finalizar con la historia personal de alguno de los transeúntes o con la historia general de la nave en que viajamos por el desconocido e inmenso universo que nos abarca, tal vez más allá de nuestras más lejanas incursiones en lo incognoscible. Me pregunto por qué parece abandonada a su suerte, una práctica que puede significar aquello que supuestamente ha movido tanto las más brillantes como las más oscuras manifestaciones que la tierra ha experimentado, a cuenta de las aspiraciones humanas de cierta forma de inmortalidad. ¿Es posible que ya no sea ese uno de los motores principales de nuestra presencia en la tierra? ¿Eso es lo que confirman las actuales medidas de emergencia que se han tenido que tomar para salvar y rehabilitar lo poco que parece que queda? Si toda nuestra supervivencia como género humano se encuentra en riesgo de desamparo ante las prácticas que como género hemos llevado hasta un nivel de consecuencias perverso. ¿A quién podría cabérsele una inquietud como la que se expresa en estas líneas? Tal vez simplemente sigue habiendo gente que sueña con una idea de perennidad que no está a la altura de las circunstancias.

A pesar de todo sigue latiendo con fuerza aquella naturaleza del arte que permite comunicar lo incomunicable por otros medios, que hace infranqueable los grados máximos de degradación. Bien o mal hay que admitir que el arte es ese otro gran patrimonio que permite trazar la huella de nuestro viaje común. La olvidada práctica del mecenazgo hace que ello sea un poco diferente de todo lo que fue catapultado por dicha forma de desempeño ideológico, que ponía su mirada en un futuro que en el mejor de los casos es nuestro presente, otra de nuestras riquezas, a pesar de los embotellamientos de Brooklyn y las caídas de las bolsas de valores, cualquiera sea la manera en que se desplomen. Es reciente la partida hacia lo incognoscible del emblemático impulsador del estilo de comunicación tecnológica, el señor Steve Jobs, un hombre que fue diseñador de toda una era de innovación especializada en los llamados mecanismos exclusivos de interacción inteligente del mundo digital.

Si lo menciono es porque quizá como ningún otro en su medio, el señor Jobs le dio prioridad al tiempo, pues se sabía con poco y dotó a todas sus innovaciones de ese temperamento que congenia bastante bien la eficiencia con el rendimiento. Si algunos utilizan sus diseños en pro o en contra de sus propios intereses o el de los demás no es algo que me interesa discutir, solamente quiero ajustarme a la proyección de que como en ninguna otra época el ser humano se vio envuelto en la posibilidad de la inmediatez, una ilusión que hace parte de nuestro ancestral tesoro, desde que se provocó la impresión de un instante sobre una delgada superficie de papel. Quizá sólo fuera el cómo lucía ese instante en el preciso instante en que se fijó a la superficie sensible, o el tiempo que tardó en fijarse, o tal vez sólo la idea de poseer la pista de un recuerdo, el registro de un momento, la evidencia visible de que algo realmente sucedió. De cualquier forma lo que queda es nuestra pasión por el tiempo, que hace que el mundo se complejice hasta casi volverse un caos indiscernible.

Si cuestionamos un poco más la evidencia descubrimos que lo que nos queda es esa notable claridad en las aspiraciones, queremos permanecer y queremos dar cuenta de lo que permanece con la eficiencia suficiente para hacer parte de ello en una medida que pueda combinarnos con lo que permanece, así sea desde un escenario incognoscible. Tal vez seamos demasiado vanidosos al querer algo como eso, pero también estaríamos siendo los más grandes altruistas de la humanidad, pues al proceder de esta manera nos ocupamos de que nada valioso se pierda, aunque ya no quede nadie para contemplarlo, salvo algún dios sobreviviente y contemplativo. Por tanto ya sea que se defienda a las ballenas o al atún, o a las formas y prácticas del arte, se está yendo en la misma dirección, una en la que se declina a la muerte con el vigor heredado de la ancestral revancha que los clanes disminuidos y amenazados alrededor de lejanos fuegos, le hicieran a lo incognoscible. Se dice que los muertos no son hipócritas, quizá porque siempre parece haber alguien dispuesto a honrar su memoria, pero de los vivos se espera que hagan algo más, algo.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Algunas reflexiones sobre la historia del arte en el contexto colombiano del agitado período diferenciado categóricamente como siglo XIX

Muchas de las grandes utopías se suelen reflejar en otras más pequeñas. Hace algún tiempo me encontraba participando de un proyecto editorial que en aquellos días vi con más sombras que luz, se trataba de una revista cuyo título provisional o uno de ellos era Arte y Mercado, uno de sus objetivos se comprometía con la promoción de los nuevos enfoques y se articulaba con la necesidad de impulso, de difusión sobre todo, que precisan los nuevos exponentes de la creación y la expresión artística. Sin entrar en detalles que pueden resultar impertinentes diré simplemente que la arquitectura de la revista a mi parecer respondía a un tipo de diseño acrisolado en las prácticas legitimadoras de la academia, en el que las notas y reportajes sobre las propuestas contemporáneas estarían flotando confortablemente en un estanque colectivo de composiciones relatadas con esmerada pretensión de objetividad.

Quizá la razón más importante de este proceder era que una importante universidad confirmaba su apoyo institucional y financiero a la particular asociación del baquiano Publicista e intrépido Historiador Massimiliano Ágelao y su notoria corte de inquietos condiscípulos camaradas, hacia quienes hasta donde puedo rendir mi memoria, siempre correspondió con un tratamiento profesional en el que los niveles estaban diferenciados por el relieve de las producciones individuales, aunque fuéramos extraviados estudiantes de primer semestre de alguna carrera disparatadamente lejana a los enfoques de la Facultad de Artes Integradas. A propósito del mundo en que vivimos o de la insolencia pasiva que se extiende con la severidad de un diccionario del subdesarrollo, el apoyo nunca llegó, ó más bien no llegó hasta cuando me despedí de aquellos círculos de ensoñación histórica que eran las clases de aquel buen profesor.

En aquel proyecto narrativo soñado para combinar preludios idiosincráticos sobre un mundo difícil de arropar con las palabras, tuve la disciplinada comisión de aventurar algunas reflexiones sobre la historia del arte en el contexto colombiano del agitado período diferenciado categóricamente como siglo XIX, el cual fue una coyuntura compleja, como todas imagino. Yo abordé la labor de mi artículo con la concepción extendida de que no hay periplo completo por el mundo si no se ha intentado escribir un libro, una empresa que suele acompañarse popularmente con otras dos humildes aspiraciones no menos drásticas y significativas. Será porque escribir, en la mayoría de los casos que conozco, toma mucho tiempo y esfuerzos, que la imaginación plantea, tácitamente quizás, que al acabar lo uno que es escribir en este caso, se habrá terminado por comenzar lo otro que es plantar los hijos que habrán de pelear por los últimos árboles. He aquí el argumento originado:

Antes de que el arte colombiano se “dejara conducir” por los preceptos académicos propios de la Europa instruida en todos esos términos que conformaban un conocimiento profundo de la anatomía, la exploración compositiva, la experimentación con las posibilidades de la luz, la cualificación visual, las fórmulas técnicas de la manipulación de la perspectiva y todas las formas de experimentación en que se alojó la expresión artística del renacimiento y que se constituyó en ese proceso disciplinado de representación que sabemos fue el arte desde el siglo XV y cuya influencia todavía se advierte en la realización institucional contemporánea, se asistía (con cierto esfuerzo) al ensamble de una coexistencia muy experimental de esas dos naturalezas de la realidad tan semejantes que podría hablarse de una sola: la del mundo y la humana.



Aun bien entrado el siglo XIX todavía estaban encontrando su existencia formas de un arte que se acoplaba, pictórica y figurativamente de un lado, en visiones expositivas de una estética desprevenida, un lenguaje de situaciones inconscientes, y de otro lado en una coquetería con la atmósfera dominante de la época, la exteriorización de una influencia social rutinaria, que derivaría en radicalismos y búsquedas románticas. En su momento algunas obras y expresiones perdieron vigencia estética, se abandonaron sus biografías y se fueron degradando por el camino dejando de ser realidades artísticas, o han ido a parar al compendio de la historia como fragmentaciones anecdóticas de una realidad intransigente. Aunque no en pocas ocasiones todo puede resultar a la inversa.

Tal vez se pueda establecer el desenvolvimiento del arte en Colombia y sin cometer una ligereza de apreciación, dentro de lo que corresponde a los escenarios de la pintura y la escultura en ese período comprendido por el siglo XIX, en dos oleadas que incluso se pueden corresponder. La primera estuvo marcada por una intención muy fuerte de plasmar y describir eso que puede llamarse “el entorno real” –lo percibido–, aquello en donde suele anclarse la existencia. La segunda se definió a través de las formas de hacer que irán incorporando en el aspecto artístico diferentes estrategias constructivas, cuya elaboración resultaba a ojos entendidos más bien técnica y artefactual, dependiente de los rigores y las definiciones propios de la identidad académica.

Desde luego la realidad despliega a cada momento un espectro muy amplio de posibilidades y su rastro se puede hacer muy arduo, así que vale aclarar que aquel fuego primigenio de creación artística moderna, enclavada en la conflagración de varias culturas cohesionadas en un sistema cuyas contradicciones se explicaban con artificios míticos, debió estar también muy influenciada por un lado por los reflejos de una condición cultural algo restringida a los gustos hispánicos, que dominaban primordialmente en los círculos donde buena parte del arte y el mercado del arte a la manera europea, podía tener una antesala que se creía propicia a las condiciones de creación, y por otro lado por las interpretaciones religiosas dominantes también en esos círculos, las cuales impulsaron en buena medida las dilatadas acciones colonialistas por estos lados iberoamericanos.


Pila de Crespo
 Autor:José Joaquín Crespo
 Técnica:Piedra tallada
 Medidas: 220 X 98 cm.

Museo de Arte Colonial y Religioso La Merced

Ahora bien, existen registros que sirven de base para considerar que algunos representativistas lograron no pocas osadías antiacadémicas. Entre quienes obtuvieron tal reconocimiento de imberbe rebeldía y adusta originalidad, que vivieron por aquellos días de la primera mitad del siglo XIX y cuyas obras se conocen, si mal no entiendo, como más o menos bien logradas en expresiones de ocurrencia, acatamiento de los estilos y adornos de la clase dominante, imitación o pisada de viejos rastros, rigidez y ausencia de perspectiva natural se mencionan:

La llamada “dinastía” de los Figueroa, linaje de retratistas que supieron ubicar sus obras en contextos planos y acartonados, consiguiendo sobresalir, según la transobjetiva crítica contemporánea que transita en la Red, en algunos apreciables aspectos de sencillez, ciertos indicios de proporción y una que otra ilustración desprevenidamente asequible al entendimiento de las masas, específicamente en Pedro José Figueroa. También figura en este periodo de reconocimiento y adaptación cultural, José María Espinosa, costumbrista, retratista, republicano, dotaba a su obra de un naturalismo caricaturesco que “ponía” sus esfuerzos en diferentes variaciones de los planos decorativo y escénico, fue un notable miniaturista.

Yendo un poco más allá de este espectro analítico que propongo y desde una línea todavía superficial, encuentro que la actitud dominante en la factible primera oleada pudo estar definida por un sentimiento de carencia satisfecho empíricamente, algo así como una espesa e intensa necesidad de crear, volcada más sobre la mística de la acción que sobre el cuidado de su desempeño. Aquellos esfuerzos por la creación de representaciones artísticas parecen poseer una claridad muy rígida casi un laboratorio de principios fabriles, si se me permite la ligereza, cuyo origen puede estar en todas esas maneras de ver el mundo a través de la dimensión estática que se crea cuando el orden social, político e ideológico establecido se mantiene invariable a pesar de estar atravesando lo que podría considerarse un fenómeno de revolución, en este caso enmarcada en la concepción demasiado general de La Independencia.


Retrato, Simón Bolívar 1830
Colecciones del Museo Nacional de Colombia


En ese mismo orden de ideas la actitud dominante de la probable segunda oleada pudo estar definida por un sentimiento de carencia compensado por las formas competentes propias de una instrucción técnica, con referencias específicas a la transmisión artefactual de dicha técnica. O sea, una intensa necesidad de crear, volcada mas sobre una cuidadosa aplicación de las posibilidades creativas que sobre los misterios de dar vida física a algo a través de esas dos “mutaciones transfiguracionales de la realidad” conocidas como pintura y escultura. Tal vez lo más importante a destacar de ese período que me he atrevido a compaginar con la supuesta primera oleada, sea la cristalización de ese ambiente estático (estático y en permanente decadencia si se quiere), de formas rígidas y carentes de presencia humana, de relación y función, de profusas interacciones entre el artista y la vitalidad de la obra.

De este sentido hay un exponente al que en la historiografía se le ensambla al mismo tiempo bajo dos consideraciones, la de ser un pintor bastante mediocre y la de poseer un carácter sugestivamente ingenuo, se llamó Luis García Hevia, introductor del daguerrotipo en Colombia y a mí me resulta por ese sólo hecho un personaje de corte aventurero, aunque sea simplemente otro de los que se guarde memoria, algunas dimensiones de la Historia pueden tratar realmente duro a algunos muertos. En la época de este personaje (1816-1887) trascienden no pocas consideraciones de corte científico, las cuales parecen haber funcionado bajo la tutela de ideas, importadas además, de que lo figurativo, lo técnico, lo metódico, funcionaba para la pintura como su razón de ser.

Ya que los conceptos involucrados en la escultura estaban relacionados también con lo funcional que pudiera resultar el objeto, si resistía a la intemperie y cosas de esa naturaleza, deben explorarse consideraciones que incluyan el valor práctico y la mixturización social de las obras. En esta época y bajo este impulso se promocionaron los retratos fotográficos como hechos de memoria (algunos de ellos en clave costumbrista) capturando junto a las imágenes bellas evidencias de un porte que marcó buena parte del precedente orquestador de eso que podría llamarse la fotografía retratística, fue una época en la que se espesaron aquellas atmósferas de gran sentido visual con “nuevos” corolarios técnicos y otros recursos convencionales aplicados novedosamente. Artistas con espíritu científico.

Pero la historia de la pintura y la escultura colombiana en el siglo XIX puede ser definida hasta cierto punto como un enredo de simplicidad matizada con una cierta representación de la naturaleza utilizando elementos tomados de la narrativa, más bien de la fábula. Quizás no existió en un primer momento composición como tal, sino una especie de condensación colectiva hecha de argumentos figurativos, pertenecientes a la sincrética mitología cristiana, que por aquel entonces arribaba a las Américas y que aquí particularmente no se considera que fuera muy abundante. Una desintegración de piezas y partes pues, que servían de modelo para copiar a los integrantes de aquellas historias religiosas que en general, eran encargadas por lo que podríamos llamar la clase dominante. Todo enmarcado en la supuesta piedad que envuelve la labor santa y en el deterioro marginal de su catástrofe espiritual puesta en práctica por los piadosos institucionales.



Ya se empezaban a plantear bajo un espectro de saber europeo los misterios planteados por la física, salida un siglo atrás de los monasterios en donde se refugiaron los alfabetos mientras se esparcían las revoluciones políticas y se anulaban unas a otras y entre sí violentamente. Aquella también fue la época de los efectos especiales de la pintura y la escultura en la Colombia de mediados del siglo XIX. Otros protagonistas de aquellos independientes procesos culturales fueron Ramón Torres Méndez retratista y costumbrista, quien lidió ingeniosamente con la entonces reciente fabricación de imágenes “a máquina”, la fotografía había hecho su incursión, Ramón Torres Méndez destaca también por ser un entusiasta de la pintura naturalista y un ejecutor con mucha fluidez e interioridad.

Como dato curioso debo subrayar el nombre de Santiago Páramo, un jesuita, también representante de este interperíodo de transición academicista en el que se despejaban las potencialidades cualitativas y técnicas del acto artístico y tendían a desvanecerse la espontaneidad, la personalidad y la ilustración humanista, con ciertas raras excepciones. Si a Méndez se lo toma por un delicado pretendiente de eso que a veces se le llama, neo-renacentismo y neo-barroquismo, y otras veces simplemente, oscura nostalgia por la extraña armonía del barroquismo italiano, a Santiago Páramo se lo toma por un visionario preciosista en medio de la bruma de la doctrina.

Bien entrada la supuesta segunda oleada pisamos terreno removido por el academicismo decimonónico pos-renacentista; nos encontramos entonces ineludiblemente con un expositor de la “influencia parisina” llamado Epifanio Garay, posiblemente el mejor pintor que se haya levantado, destacándose en la exploración de las posibilidades de la luz y la sombra, la composición y el respeto por la anatomía, contando también con el hecho de haber sido admitido en el Salón Nacional Francés, un dato biográfico no poco despreciable que puede dar algunas luces y sombras sobre su posible influencia. Al lado de este destacado personaje, Ricardo Acevedo Bernal trasciende un poco los bordados cortinajes italianos de su época (1867-1930).

Se considera que Ricardo Acevedo Bernal fue simpatizante del movimiento político liberal y si bien no puedo dar por sentado que sólo hubiera un único movimiento político liberal, tampoco puedo desmentir ese dato. Según sus estudiosos implicó muchísima vivacidad en el empleo de los colores, dio amplias muestras de ser conocedor de los efectos luminosos y, a manera de comentario circunstancial, se cuenta que aspiraba al igual que Garay, a incrustarse en la llamada pintura “oficial” europea de ese entonces, que determinaba de alguna manera el éxito y el renombre, dos aspectos de la producción intelectual que muy pocas veces han estado de más, cuando se sabe apreciar la dimensión expresiva desde ángulos de pretensión universal. También se cuentan entre las antologías típicas al retratista Pantaleón Mendoza a quien se considera un respetado representante  de la tradición española en la que por otro lado se formó.

Pero si en Europa se tenían por limitadas todas aquellas posibilidades, en América se disponía de ellas casi en un total desamparo teórico, provocado por las distancias y los conflictos que acaparaban la mayor parte de la maquinaria del mercado con fines bélicos. Tales eran los recursos inventivos que fueron apareciendo en unos medios que no favorecieron mucho que digamos ni la producción creativa ni la producción física de lo que quizás en ese momento no era o no hubiera sido considerado todavía como una forma de arte o algo por el estilo. He de imaginarme lo que no me resulta evidente en la enciclopedia, a la manera de una arqueología de las versiones que el azar ha puesto a mi disposición, he de decir que cada momento debió componerse eliminando posibilidades, tratando de obtener los materiales físicos con los cuales valerse, lidiando con problemas técnicos de maneras que hoy nos parecen candorosas, construyendo irrealidades a punta de desconocimiento, creando testimonios de un prolongadísimo abandono por parte del principado español por el cual tuvimos la introducción -muy precaria- del fastuoso mundo occidental, que en otros virreinatos de la corona fue una presencia consolidada que podía generar sus propios impulsos de exuberancia expresiva.


Epifanio Garay

Si se me permite argüiré que el arte del estilo colonial se desarrolló en Colombia de esa manera en la mayoría de los casos, siempre esforzándose, incluso tal vez, más allá de las posibilidades, bajo un panorama categóricamente desventajoso, en el que el resultado se aprecia hoy en día más como un mestizaje figuracional de sentido expresivo, como una necesidad resguardada de los influjos progresistas de la cultura del "viejo mundo" y como una eficacia misionera, esta última cualidad un noble aporte de los grupos de frailes dominicos, franciscanos y jesuitas que llegaron con la misión de evangelizar y que en ese momento de la historia se encontraban férrea y fervientemente cohesionados bajo el peso de los rígidos preceptos religiosos, originados en el ámbito de la contrarreforma. Difícil imaginar aquél infierno de escollos y sobriedades impuestas, cohesión cognitiva y reforzada moral.

Algunas arbitrarias maneras de proceder de los frailes misioneros de aquellos días pueden haber obedecido por un lado a la tendencia renacentista de propagar la fe mediante cualquier forma de arte, una práctica que se constituyó en un fenómeno de recursividad muy conocida desde principios del siglo XVI, identificado como la estrategia de seducción popular empleada por los cristianos católicos, para responder a cierta pérdida del monopolio espiritual, y económico, frente a los movimientos protestantes que se estaban levantando y que ponían el énfasis en la interpretación individual de la Biblia. Por otro lado se debe recordar que la contraparte de la campaña evangelizadora fue ampliamente tonificada por las cruzadas extremistas implicadas en la ampliación del imperio romano, dotadas de un brutal expresionismo intolerante y carnicero. Por tanto el arte también fue en ese "nuevo mundo" del occidente colonizado, el mecanismo de propagación simbólica de las historias contenidas en los evangelios y de las historias que hablaban de los mártires y cosas de esa naturaleza.

Al intentar resumir en esta dúctil crítica combinada de especulación y técnicas investigativas poco ortodoxas, los rasgos destacados de la historia la pintura y la escultura colombiana en el siglo XIX, no encuentro excusa para dejar de mencionar como primordiales paisajistas, técnicos, instruidos, convencionales en la calidad artefactual y la ausencia de concepto personal a Roberto Páramo y Andrés de Santamaría. De Santamaría se dice que fue un sobresaliente apasionado por las en ese entonces, nuevas tendencias, y que pasó su vida entre Francia y Bélgica. Que por lo tanto se situó en una óptica muy distinta. Se trata pues con Santamaría de un caso raro y excepcional, y muy complejo. En su obra, según los criterios de autoridad que me posibilitan hacerme una idea de su propuesta, toman presencia las corrientes posmodernistas, entonces casi nada conocidas en el territorio colombiano, cuyo nuevo contexto se encuentra determinado por los conflictos generados por la rapiña de los beneficios políticos.

De la obra de Santamaría puede decirse con poco margen de error que peregrina por una brecha por la que empezaron a transitar con familiaridad el asombro mudo del impresionismo y se desplegaron las intensas, manifiestas, vivas y simbólicas fuerzas del expresionismo, y que la violencia agresivamente colorida del fauvismo pudo ver la luz en tierras amérindier, creando una obra bastante incomprendida por estos lares, lo que no sorprende dado el antecedente de notable indiferencia española en casi todos los sentidos, por estas tierras que al parecer resultaban tan poco atractivas para los intereses políticos y culturales de la corona por una parte, y por otra el carácter predominantemente católico y la hegemonía conservadora que empezó a regir a principios del siglo XX, luego de una cruenta guerra civil, la llamada guerra de los Mil Días, con lo cual nada de aquel lenguaje plástico por el que hablaba el pensamiento occidental podía ser percibido con la suficiente disposición.


A Santamaría pues, se le ha considerado uno de los primeros modernos, ciertamente sombreado por una particular forma de exilio. La investigación acumulada también logra atinar abundantes referencias de la participación de otros gestores de la emancipación creativa hacia vertientes más modernas, con lo cual se hace inexcusable dejarlos de mencionar, lo cual probaré hacer sin intentar ningún comentario particular sobre sus respectivas obras, básicamente por mis epicúreas lagunas estudiantiles, alguno se me podría escapar por esa misma razón: Pablo de la Rocha, Francisco Antonio Cano, Ricardo Moros Urbina, Ricardo Borrero Álvarez, Salvador Moreno, Eugenio Peña, Jesús María Zamora, Domingo Moreno Otero y Alfonso González Camargo en quien, si no se me escapa, parecieron haberse insinuado (y haberse frustrado) los aires de una renovación y una profundidad en el desarrollo de los motivos o cuestiones de la composición.

¿Qué se prepararía, concebiría o desarrollaría en el charco social que he planteado? Como mínimo una confluencia de estilos y situaciones logísticas de producción, lo que para el caso colombiano, dado algunos fenómenos idiosincrásicos como la tendencia indiferente del indígena de este territorio por crear formas de expresividad monumentales, el aparente desinterés de las culturas prehispánicas por la creación plástica fuera de los ambientes de la orfebrería; incluso la marcada sencillez del desarrollo espacial de las comunidades precolombinas, viene a verse "reducido" a unas formas de mestizaje que paulatinamente se fueron diluyendo, básicamente por la llegada de algunas muestras venidas desde España y que sirvieron para configurar, rehacer y condicionar un poco el desenvolvimiento improvisado, anecdótico, espontáneo y hasta humanizante si se quiere de las cosas que se habían producido hasta más o menos mediados del siglo XIX.



En todo caso un vasto cúmulo de aspectos estéticos que podrían contarse como únicos en analogía a todo lo planteado y hecho en Iberoamérica con relación a la pintura y la escultura, particularmente la primera. Aunque también podría decirse que existe lo suficiente, ó que no existe, como para plantearse un posible retroceso de lo pictórico en relación con las obras oriundas del continente, aquel reflujo de ensambles sugestivos que evidencian los grados de intimidad del pintor con los sujetos (y los hechos). No obstante puede también reflexionarse ampliamente en que aquella etapa creativa si se quiere, resultó una caracterización muy bien lograda, con abundantes muestras de gracia e ingenuidad. Esa época a la que me he referido difusamente, posee en mi sentido de la apreciación, un valor documental más bien ilustrativo que conduce a pensar en las señas e índices que, con pretensiones de objetividad, establecen los recursos, fundamentos y escenarios propios de la Historia.

Doy cuenta de que hoy por hoy la tendencia a destacar solemnemente una determinada imagen, la ausencia de lenguaje sofisticado, de magnificencia exterior, de presunción pomposa, la parquedad usada para resaltar elementos representativos de dignidad, preeminencia y realce de las condiciones sociales, por ese entonces identificadas como condiciones honorables, de autoridad, ejemplares o simplemente establecidas, son todavía asuntos a los que se recurre a la hora de mencionarse la posible condición heredada de nuestro arte nacional y de sus actos contextuales de legitimación. Me parece que tal aproximación es posible hasta donde alcanzo a entender. Por otro lado no deja de ser interesante que aquellos modos de hacer arte a mediados del siglo XIX, se identifiquen con una cuestión de desarrollo de la imagen sicológica, probablemente un intento por suplantar la realidad, un anhelo de representar falsamente los modelos que se imponían mediante una actitud centrada en la creación de personajes, comportamientos, dioses y autoridades.

Pero ésta si existe es quizás una tendencia más marcada en eso que me he dado en llamar la segunda posible oleada, aquella en la que se implantan los argumentos de la teoría estética europea, en la que se piensa que se disolvieron algunos de los maravillosos recursos de la inventiva espontánea, para acabar cultivando formas culturales de un arte mucho más referenciado por una metodología y unas técnicas vagamente renacentistas, generalizadas de alguna manera gracias al alcance que tuvieron los esfuerzos de la corona por homogeneizar culturalmente las creencias de los pueblos descubiertos y conquistados. La pintura y la escultura como formas ilustrativas de los fenómenos que hoy llamamos sociales, también repuntaron las difusas concepciones del apenas insinuado nacionalismo.

Con respecto  las representaciones figurativas de la escultura concretamente, parece haber cierto consenso en que de alguna manera se vio arrebatada por las visiones claroscuras, brillantes, sensuales y desordenadas -con relación a lo clásico de los diversos barrocos, incluyendo el contrastado “barroco iberoamericano” por decir algo-, reflejando ese cúmulo de tensiones entre lo tácitamente natural y lo teóricamente espiritual que le era tan propio. También en ese sentido habría licencia para mencionar con cierto énfasis, que la escultura estuvo marcada por pretensiones representativas provenientes de las prácticas mística cristianas, el sincretismo religioso y las experiencias mitológicas de aquél escenario ambientado con cruces forjadas en piedra y metal e ilustraciones coloridas de una fe que había encontrado en la expresión gráfica una herramienta muy sólida para el adoctrinamiento de la miserable masa analfabetizada.

Aunque no tengo modo de decir de qué forma participaron la pintura y la escultura en las empresas emancipadoras o si lo hicieron, puedo encontrar evidente que al dar origen al retratismo, al costumbrismo y al paisajismo como formatos de tratamiento extendidos, todo lo que sobrevivió representa mucho del gusto y la afición de la burguesía en aquel tiempo denominado el siglo del realismo naturalista. Como la burguesía, que según los designios de la Historia, fue la ralea que ascendió al poder político como resultado mismo de los movimientos de independencia, también marcó la pauta en el mundo de las representaciones pictóricas y figurativas, me atrevo a sospechar que en aquellos formatos de tratamiento se deben de reflejar muchas de las marcas que definieron a las revoluciones en América, como la exhibición de aspectos superficialmente populares y cosas por el estilo, desde luego nada de esto es concluyente y sólo expresa mi afición por especular.

Haciendo acopio de una sinceridad hipotética puedo confiar que llego a estas cuasi conclusiones a través de la influencia de algunos efectos convencionales de origen académico, basándome en los discursos analíticos que me han cobijado a lo largo de ociosos años de interés amateur, creo advertir una influencia más notable de alusiones al fervor piadoso en el caso de la escultura. Este aspecto particular con relación a la pintura y en una medida proporcional en la que los temas que se suelen explorar en ella estuvieron marcados por la observación de las organizaciones civiles, encuentro el argumento de que su legado resulta bastante pobre con respecto a sus grados de producción, en sentido relativo a la cantidad claro está.

Y con este tipo de conjeturas quizá demasiado apuradas, que afinan el presente compendio de alusiones se suele hacer recurrentemente una respetuosa venia al destacado taller de los Martínez, generador de “composiciones” virtuales e improvisadas, de gran angustia contenida y simpática recursividad, también se señala vastamente como uno entre los academicistas formados en Europa, al notable Marco Tobón Mejía, discípulo de Rodin, quien la pasaba de maravilla en el ambiente francés de la época. Se asegura, a manera de otro comentario circunstancial, que fue un digno representante de todo lo que aquí queda dicho y de mucho más. Otros dignos de mención, que cuentan quizá con el crédito del Museo Nacional de Bogotá y que no deben dejarse al margen respondieron a los nombres de Roberto Henao y Gustavo Arcila, autores de un gran dominio de las formas según se reseña, y gestores de esa visión academicista que terminó marcando nuestra entrada tardía a la antesala de las formas de expresión del arte imponente y representativo del siglo XIX europeo.


martes, 18 de octubre de 2011

La Carta de Los Cuatro

A todos los que me precedieron con un atisbo de literalidad en los labios, que ojalá no se revuelquen en sus tumbas ni tengan una memoria muy exacta de las antologías sepultadas en este presente

UN POCO DE ANTROPOLOGÍA CULTURAL

Sólo hay dos cosas que deben ser antiguas en la vida de una hombre: el vino que bebe y sus amigos
Lo.

Entre los muchos recuerdos que me han sobrevivido, imagino que podrá ser así para otros, hay uno que se apresura a zanjar la eterna controversia de los malentendidos eternos, uno que evoca la poderosa simplicidad de la ignorancia y el anhelo no nato de una superación desvencijada. Hay ocasiones en que las imperturbables herramientas de la temeridad responden con diligente fluidez a las expectativas de la adolescencia. A veces encontramos entre los deteriorados retazos de nuestra vida cosas que otros siempre quieren encontrar, que terminamos por querer encontrar nosotros mismos. Cosas de las cuales la ambigüedad del tiempo se encargó de hacernos depositarios anónimos, subalternos de la recopilación improvisada.

Los que más nos sorprenden y reclaman son aquellos realizados en comunidad, en compañía de los amigos; sobre todo si son héroes de nuestra infancia. A veces los vemos una mañana al pasar o verlos pasar y entonces a las glorias ya vistas se añade una nueva conquista, y simplemente gozamos con el hecho de verlos vivos. Una de esas cosas que me sorprendió mientras la encontraba, más por la premura con que me vi rodeado una tarde de recuerdos, al calor esplendoroso de un capuchino, en la que recordé otras tantas similares, venía acompañada de una cierta nostalgia.

De ello me di cuenta por la manera en que se expresó mi reacción ante la manufactura casi destrozada de un viejo comunicado escolar, una declaración de independencia y un riguroso y empecinado reflejo de autonomía existencialista y contestataria. Era la época de mil novecientos y tantos, una década faltaba para terminar el siglo; sin embargo ya los más osados historiadores lo daban por concluido. El siglo corto había empezado tarde, las revoluciones culturales habían impregnado los oficios expresivos de generaciones enteras. Por doquier se presentían los aparejos y contrapesos de una nueva escenografía, también se sentía el desaire de la decepción por el entusiasmo derrochado en los conflictos, los odios y la banalidad, y todo cubierto por National Geographic con la embaucadora, pornográfica y amarillista plausibilidad que hiciera célebre entre otros medios de comunicación.

El territorio en el que me crié estaba lleno de simbologías interesantes (Antanas Muckus se bajaba los pantalones y mostraba su pálido trasero en el León de Greiff al perplejo auditorio de la universidad Nacional) Aquellas simbologías se encadenaban formando procesiones interminables de un significado evidente pero invisible para los intereses de la autoridad. Las opiniones se dividían entre facciones que querían ejercer la no violencia razonada y quienes veían tales aspavientos de cordial coterraneidad como el gesto alocado de un ex Beatles borracho en un callejón del bajo fondo liverpoolense. Ese era el rasgo superficial de lo que más tarde conoceríamos eufemísticamente, desobedientes urbanidades distritales, como la Voluntad de Dominio, la sed de Poder, el azote y la miseria de las sociedades llamadas democráticas: El Estado. Recuerdo que nos impresionó mucho por esa época el contacto con los libros y con el pensamiento allí escudado; éramos librófilos número uno y creo que no hemos dejado de serlo a nuestro modo.

También debo recordar que algunos estábamos tratando de prepararnos para las Pruebas de Estado, incluso soñábamos con una universidad a la que ya de hecho asistíamos como si fuera de todos los días. En algunos países este tipo de pruebas se encuentran vinculadas a la forma misma de ver las cosas, anclada de maneras excepcionales a los compromisos sociales asumidos con más o menos filiación. Incluso hay lugares en donde se paraliza toda actividad para no perturbar el pensamiento de los evaluados; se crea por así decirlo un ambiente singular en el que los exponentes de todo el esfuerzo de una sociedad por legar sus aspectos y códigos, pueden sumergirse como en un solemne ensamble de la historia, en los misteriosos y sobrecogedores remansos de un acto nacional.

No es nuestro caso y quizás esté bien que sea así. Para nuestra cultura parece no pasar de ser una especie de lotería, de la que se sacan conclusiones en su mayoría vagamente reflexionadas. Poco reflexionadas son también las prácticas efectuadas con antelación a dichas pruebas. El acostumbrado atiborramiento de referentes bibliofóbicos, los talleres pre-instructivos, cierta rigidez displicente en la disciplina, la resabiada actitud materno paternalista de guías y profesores, etc. Supongo que resulta tan difícil de tolerar como si todo un escenario se paralizara y aguardara con expectante sincronicidad la culminación de tu desempeño.


Para nosotros, debo decirlo, fue un poco distinto y quizá sea eso lo que lo hace especial más allá de la singularidad anecdótica. Realmente hicimos que fuera diferente y resultó así con referencia tanto en lo que había sucedido como en lo que no sucedió después. Debo decir además que, entre otras cosas, por eso también seremos una generación que algunos recordarán de manera particular, incluso aunque no quieran recordarla.

Ya había pasado, si no me equivoco, el escándalo de una obra de teatro hecha con fruición nadaísta y un poco de óxido revolucionario. Ya prácticamente nos limitábamos a cuestionar los aspectos técnicos de lo que llamábamos el lamentable estado de nuestro sistema educativo. En nuestro entorno éramos unos simples buscapleitos y rebeldes sin causa, tal vez entre nosotros hubo alguno que nos concediera la facultad de la duda acerca de la posibilidad de que fuéramos unos genios. En fin, lo cierto es que encontrábamos suficientes razones para oponernos e imponernos a mecanismos, técnicas y procedimientos plantelares como los solían llamar.

En vísperas de aquel examen que decidiría nuestras posibilidades académicas y que podría obligar a hibernar la sed de conocimiento, algo nos sucedió que será digno de contar en otro momento; pero cuya excusa pasó a la historia de los recuerdos como una de las osadías mas graciosas que hayamos podido cometer. El sano juicio nos guió en nuestra carrera por huir de los convencionalismos. El manifiesto (más bien comunicado) creado para justificar nuestra determinación permite entender un poco en qué alucinado mundo de irrealidad y fantasía vivíamos por aquellas latitudes del entonces.

Si no lo reproduzco completo es debido al estado de deterioro en que encontré el documento escrito originalmente a lápiz, a la última revisión y corrección realizada antes de enviarlo a su destino y en la que con seguridad se cortaron a añadieron cosas, y a que quizá cada quien guardó lo que quiso aportar; si esto último no fue así, le ruego a mis compañeros perdonen tan impensable descuido. Notarán una relación discursiva bastante particularizada con los entusiasmos léxicos y suficientes intríngulis semánticos, también un poco de patética afectación, propia de adolescentes imberbes y no lo suficientemente trajinados en las artes del desfogue hormonal; pero aquella la recuerdo como una época en la que había demasiado donde experimentar, refugiarse en las densidades flotantes del significado, trasegar los climas nevados del símbolo y tentarse con los atisbos de una gloriosa proliferación de ignorancia creativa.



Santiago de Cali etc. (Debió ser hacia los años de 1996 o 1997. Algo así)



Distinguidos Coordinadora, Directora y Monitores:

Las condiciones actuales de educación que nos afligen acreditan un extraño manejo por parte de alumnos y educandos, lo cual hace indispensable una exigente condición de adaptabilidad dentro de las normas educativas; exigencia adaptativa para la cual no estamos preparados. Ello hace que la indisposición por parte de alumnos y profesores, sin descartar a la Directora (una monja de hábito almidonado y vocación esquiva) se incrementen, poniendo el ambiente pesado, y haya que buscar remediar de alguna manera con formas que contribuyan a constituir satisfactoriamente, soluciones inmediatas al configurado problema que pensamos se nos sale de las manos en estos momentos, en vista del inmenso potencial existente y de nuestra innata capacidad inaprovechada de encausarlo o conducirlo hacia algo productivo y sustancial, hacia un objetivo realmente estable y provechoso que lamentablemente no hemos conseguido.

En virtud de consideración de la probabilidad de hacer un uso racional y rudimentariamente calculado, hemos tomado la decisión de seleccionar con toda la sensatez que podemos recapitularizar, un tiempo prudencialmente prolongado en la compañía de nuestras propias personas, para emplearlo personalmente en la acelerada pero cuidadosa preparación que aún se puede conseguir y en el necesario pero equilibrado descanso que todavía tenemos a la mano; condiciones éstas exigentes que las pruebas de Estado ameritan. Por ello, deseamos avalarnos en nuestros consabidos derechos de autonomía, considerando claro, muy de cerca, el cuidarnos de no violar alguna norma institucional, pidiendo muy respetuosamente que se nos otorgue el permiso para emplear una semana del horario escolar en nuestro favor y beneficio, en la cual intentaremos realizar varias actividades intelectuales intensivas sobre literatura universal principalmente, los clásicos, la poesía latinoamericana y en general la francesa, la española, la moderna y la barroca; todo aunados claro, con una visión macra y contextualizada.


(Todo ese material era por cierto muy poco apreciado por aquel entonces entre los nudos de aquella trama latitudinal tan irrestricta y restringida y aunque suene exagerado, debo admitir que logramos la mayor parte de ese propósito excentríficado).

Primordialmente intentaremos efectuar muchas jornadas fuertes de ejercicios físicos; pues tenemos bien claro que resulta indispensable para el que quiere descansar su mente, el trabajar con sus manos y cuerpo (Esto era la decimonónica parte de un largo proverbio chino -después de mucho tiempo me enteré que casi todos los proverbios chinos son largos, casi todos forman extensas parentelas filosóficas con bellas tautologías interminables, alucinadas e idiotas-). Para todo esto nos hemos ubicado sobre las bases anteriores, puesto que es bien sabido que a otros grupos del último año, se les ha concedido dicho permiso; aunque claro, no desconocemos que tales liberalidades en el proceder, normalmente artrítico de las instituciones, se encuentre libre de ciertos compromisos, de tal magnitud de compensación en tiempo que, no obstante nuestra tendencia ya natural a la exploración empírica, no vemos atractivo ni importante desligarnos de los normales y esperados resultados (la cáustica gotita de ironía; la verdad fue que más de uno confió su espera en el lenitivo ligeramente anfetamínico de nuestro fracaso).

(En el original se añadía un comentario bastante desarticulado e indignadamente inconexo, el cual descontextualizado y comentado como se aprecia cita: ...esto último referente con especial atención al grupito de los cuatro indisciplinados del que hacemos parte todos cuatro efectivamente, agrandando la mancha contracultural que, no obstante parece obra de arte digna del estudio minucioso del espíritu de un Degas o un Da Vinci).

En vista de eso casualmente hemos estimado sesudamente el optar por este método inquietante, inquietantemente lleno de expectativas, expectativas inquietantemente excitantes y así, también descansar un poco de ese ambiente tan “agitado” y estresante. Porque uno va para todo lado sin saber qué hacer con exactitud, marginándose dentro de unas funciones incambiadas y monótonas. Así pues, para des-li-gar-nos un poco ascendentemente de ese medio lleno de tedio, acusado de un aire conmiserativo como el que se suele respirar con el nombre de ambiente escolar que, no lo negamos, hemos forjado nosotros mismos, lo hemos ayudado a conservar y perpetuar, y que por tanto también nos sentimos en la obligación de mejorar, impelidos desmigajadamente por la visión espantable de ese desánimo enfermizo que nos invade y frente al cual luchamos descomedidamente y en desuso de las actitudes propias de las supuestas buenas maneras.

Nuestra actitud, casi que arrogante para muchos y tomada por tal y otras cosas no menos estupendas en profundos contenidos de futilidad, pero también vanguardista para el resto, un pequeño resto por cierto, y que según muchos con cierta experiencia deberemos cambiar algún día, de acuerdo con sus apreciaciones proyectivas del mundo que vivieron; presenta, últimamente, conjurada desde los escenarios del reconocimiento prosaico y la rendición a la belleza de los más delicados saberes, como su más inacabada declaración de autonomía reflexiva, la siguiente propuesta:

(Hasta la fecha en que transescribo esto, a pesar de la muchedumbre de linderos sicológicos y señalizaciones culturales y una que otra tortura corporativa, y aunque a estas alturas ya estoy bastante enajenado, no me he visto en la más mínima obligación de hacerlo, no por orgullo, tal vez por negligente mediocridad, mas no he encontrado nunca huellas de alguna sádica satisfacción. Alá quiera que los demás hayan podido encontrar los designios de su propia naturaleza con los mismos desvaríos afortunados o mejores; más bien sí he tenido la satisfacción de contagiar a más personas con lo que ahora me gusta llamar “filosofía continua de la autocorrección irreverente“)

Una semana previa al examen, podría ser un poco más, dada la calidad y cantidad de temas por ver y desprender de sus anclajes teóricos a través de una plausible práctica, lo cual como todo en la vida toma tiempo, podrán disfrutar del placer de su propia compañía y descansar un poco de la nuestra que tanto parece abrumarles, tiempo en el cual estaremos concentrados en los homenajes lingüísticos ya mencionados antes y en una que otra rezumación personal de lo incorporado de esta manera a nuestros pensamientos. Nos comprometemos eso sí, y estamos seguros de ello, de llegar a nuestro regreso mucho más depurados, filósofos, rozagantes, libres y felices de haber descansado de tanto compromiso falso, que no sirve sino de relleno para el que hace muñecos de trapo; falso y tamizado de excentricidad y utopía.

Nos comprometemos a seguir paso a paso y a nuestra manera, conforme a nuestras capacidades y acorde a nuestro estilo [el no revelado] (y qué estilo), el cronograma y la línea de estudio. Nos comprometemos a adelantar trabajo y realizar investigaciones en vísperas de nuestra esperada ausencia (que ya muchos la esperaban, de hecho podría aventurar que todo el colegio estaba enterado de la osadía; pues debo admitir que por entonces nuestra fama abarcaba triángulos latitudinales tan vastos para unos chiquillos despistados y además enclavados en el mismísimo subdesarrollo del subdesarrollo), para que cuando la semana se cumpla no nos hallemos alcanzados, hayamos profundizado suficientemente y entremos solícitamente a la par con toda proesiánica normalidad.

Nos comprometemos también a regresar tan grandes, gordos y pesados como hipopótamos, después de este idealizado descanso, además de untados al igual que ellos de lodo y fango, de ricos conocimientos y bellas experiencias que se puedan compartir durante el resto del período, cosa que cuando nos recostemos a motivarlos tengan que correrse y salir untados de algo bueno. Nos comprometemos por último, a integrarnos más al grupo y a marchar contagiosamente, con entusiasmo y diligencia o al menos hacerlo creer con entusiasmo y diligencia, y a enfocar con mayor esfuerzo las reglas de nuestro estilo, más cristalino y evolucionado. De paso ustedes, a la larga también descansarán de nosotros y a la vez, tendrán la garantía de ver unos nuevos estudiantes con más grados de visión y muchos más claros objetivos (esta última parte sí no se ha cumplido del todo a cabalidad, al menos en mi propio pellejo).

Hemos decidido así, quitarnos las máscaras que nos agobian, descubrir las facetas ocultas y desmontarnos de toda esa lama testimonial de nuestro estaticismo derogado y desmontado; permitiendo de ese modo que nuestra llama irradie con toda su luminosidad; llevando a cabo el proceso de limpieza; tomando conciencias sanas sobre quienes somos; salvando los defectos, y así cambiar poco a poco, si es lo mejor, apoyados en otros seres, en nosotros mismos, en ustedes, en los que ya han muerto, en sus libros y formas de inmortalidad. Hágannos ese favor. En caso de no resultar así, solicitamos humildemente que se nos acepte este documento como constancia de nuestros buenos deseos y prenda de excusa válida para ser tomada en cuenta cuando se haga la evaluación que seguramente vendrá en torno a esto (no andábamos mal encaminados al respecto ni nos importaba un comino).Esto último también referente a nosotros cuatro.


Cordialmente:


…una semana del horario escolar en nuestro favor y beneficio…

(Los cuatro).

***

Un recuerdo es casi siempre un titubeo del pasado; pero este es más un sincero tributo a los amigos.

viernes, 14 de octubre de 2011

La Calle Perdida

Hola Zarza, te envío el relato, creo que terminado, no es una copia de homenaje y, aunque no habla de nuestros momentos, creo que podría dedicártelo, porque tú has permitido que sea posible su lectura.

Todos los días me levanto con la posibilidad de la muerte, no que no sea una especie de destino compartido por todos, es decir, al igual que el resto del mundo tengo los días contados pero no sé cuántos son; pero fuera de eso mi existencia me resulta que se instala a grandes tramos, en un contexto que me lo recuerda constantemente, con un brutal histrionismo. Uno de los recuerdos transversales en mi vida es de aquellas épocas cuando viví en otros lados, es decir, cuando tenía la sensación de no estar donde realmente quería, me desbordaba un vacío que no me dejaba conciliar el sueño con facilidad, me resultaba “necesario” oír el sonido repercutido de las balaceras, su eco ensoñador de dictámenes precisos en el marchito cultivo de la subconsciencia habituada al horror cotidiano. Habría menos gente al día siguiente y a nadie le beneficiaba eso, pero por alguna razón me resultaba reconfortante el oír el estallido de la pólvora, casi como la sensación de saber con seguridad dónde estaba acechando "el mal" y que estaba fuera de aquel cubo en el que me escondía.

Ahora me avergüenzo un poco de ese sentimiento pues me resulta peligrosamente psicótico, pero era esa la realidad, aunque una minoría importante por dirigente, no quisiera prestarle atención y resultara beneficiándose de ello. Pienso a veces en unas palabras que Carlos Mayolo tal vez diría muchas veces  “…a mí me entregaron un país destrozado, yo me crié entre cadáveres…” Sin descartar que la frase pueda tener innumerable variedad de contenidos metafóricos, yo podría decir lo mismo, y hasta un poco más si se descarta por un instante la reflexión de la metáfora. Ya que los caminos solían ser estrechos en algunos tramos, pasaba por encima de ellos rumbo a la escuela o al ir a visitar a mi mejor amigo para cumplir con la cita, tácita, de cazar algunas lagartijas (vivas, pues de alguna manera tuvimos, en medio de tanta sangre empolvada, una suerte de conciencia ecológica). Y sin embargo, los dos estaríamos registrando hechos completamente distintos, casi ajenos entre sí, como los hermanos míticos de tanta antigüedad violentada de sentido. Los dioscuros Cástor y Pólux.

Una vez, estando de paso por Bogotá fría y lluviosa, y como acostumbrara caminarla a campo traviesa siempre que la visitaba, me aventuré por sinuosos pasajes de gastada arquitectura, los cuales encontraba mientras la contingencia de las calles me iba proporcionando esquinas, embocaduras y muros arqueados, fue por la fecha del Festival de Teatro, yo había salido de uno de los conversatorios con el ánimo cargado de una agradable borrachera cognitiva. Después de vagabundear un buen rato vacilé mi ruta por los alrededores donde me estaba alojando, el apartamento de una amiga en el que solía quedarme y que por esos días hacía maletas para ir a vivir en algún lugar de las costas del Brasil. Creí en ese momento que si mi orientación era correcta, al tomar determinada calle desembocaría, tarde o temprano en el conjunto donde me esperaba Valeria. Habíamos acordado encontrarnos hacia el atardecer para despedir el apartamento y emborracharnos.
Aunque no me había acostumbrado a un ritual que podía resultarme con facilidad ajenamente melancólico, disfrutaba específicamente algunas consecuencias muy placenteras. Ya de niño había tenido oportunidad de presenciar los linchamientos del tiempo-espacio en primera fila, como en una especie de teatro participativo. Para ser preciso había presenciado también otros tipos de linchamiento, conocía de cerca la imagen de una multitud airada bajo la complicidad del anonimato, la noche y los mechones de petróleo. Así que siempre me encontraba disponible cuando alguna de las muchachas (designación de confianza y cariño que aún utilizo para con las que ocuparon un lugar en mi adolescencia) decidía que era hora de abandonar un lugar y buscar nuevos horizontes.
Como aquella vez que Mara dejó su apartamento de Cali, hace ya casi veinte años, esa fue para mí la quinta vez que participaba en ese tipo de culto que es la partida para algunas personas, pero había sido la quinta en una semana, de un momento a otro todas mis amigas empezaron a partir hacia ignotos destinos. Yo había tenido que ver en aquellas partidas aunque no del modo en que fuera la causa  de ellas, sino porque era enteramente culpa mía que me gustara andar con mujeres de soberbia belleza, casi todas ellas ancladas en las inestables y escolladas costas del modelaje y la publicidad. Fue en la costa donde tuve mi primera mujer, al abrigo de la luna, de las palmas y de una música lejana de voces templadas en mar abierto, éramos todavía niños, pero en aquel clima tropical en el que algunos aspectos de la vida andaban más bien lentos, económicos, lánguidos, mofletudos, en fin fulminantes, algunos otros deambulaban más bien muy rápidos, vertiginosos, atropellados, macizos y también fulminantes. Si no menciono cuál costa es porque de las dos que bordean las latitudes en las que se encuentra mi memoria, guardo un bravo recuerdo y no quisiera entrar en discrepancias, ya que una vez que se ha lanzado el hechizo de los cuerpos no se puede deshacer.
Por eso me ha resultado singular que a los seminaristas se les ponga a prueba precisamente con la paradójica represión de la carne, como vulgarmente se refiere el clero a la experimentación corpórea de la otredad en uno mismo. De más está decir que no muchos seminaristas regresan a la senda del pseudopragmatismo cristiano y que aquellos que lo hacen ya están desviados irremediablemente, algunas veces con resultados monstruosos, sin duda el diablo los acosa con más arrebatos que regocijos. De cualquier forma los ritualismos me han sido bastante esquivos, no estoy en contra sólo de aquellos doctos escrutinios ceremoniales de la vida subyugada por una doble moral caprichosa y hambrienta de poder, casi todo aquello que se me antoje ubicado en un terreno del conocimiento, cuya atmósfera se encuentre densificada por aspectos metafísicamente sospechosos me trae de las orejas. Por esa razón las despedidas de los apartamentos en los que se ha vivido, las promesas y deseos de fin de año, las envolturas de menta, las escaleras estúpidamente arrinconadas para que algún niño se rompa el coxis y toda una lista de acervos semejantes, me traen sin cuidado desde que era el mugroso proyecto de un adolescente rebelde y perturbador.
La práctica de desarraigarse de un lugar y plantarse en otro no me agradaba ni desagradaba, me mostraba indiferente, y si no recorrí trochas y poblados junto a alguna de aquellas trotamundos fue sencillamente porque ninguna me lo convidó. Quizá pensaran que no estaba preparado para resolver ese tipo de ilusiones y que caer en la trampa de las aventuras, podía tener poco atractivo para un muchacho que pretendía plantearse la vida desde un plano racional. A mi modo de ver, eso podría ser cierto, pero no más que la influencia que mi actitud ejercía en la voluntad involucrada en muchas de esas partidas, por ese entonces me preciaba de ser un enérgico promotor de la libertad y lo hacía con extraordinaria habilidad, sobre todo en la experimentación corpórea de la otredad. Aquel ánimo emancipatorio me concedió atestiguar muy de cerca algunos fragmentos íntimos de sus vidas y motivaciones, bien fuera que me lo permitieran por algún sentimiento despertado en sus sensibles corporeidades, vaya a saber si apetito o ternura, o gracias a una actitud de confianza en quien sabe qué, todavía radiante, pude estar lo suficientemente cerca como para ver en los rostros despojados de maneras la cara de las mujeres reales que también eran. Intenté inmortalizar aquellos momentos en composiciones escritas que me parecieron poéticas y tomé la costumbre de llevar siempre una libreta conmigo.
Aquel día de internacionalismo intelectual en Bogotá, caminando sobre el relieve crispado de las calles enlosadas por las que se proyectaba mi sombra en creciente proximidad, con la determinación de quien sabe adónde va, vagué sin rumbo entrado ya en la meditación de lo que había escuchado esa semana en las ponencias y ruedas de prensa. Se sumaba al corolario de pensamientos la memoria en carne viva de las obras atestiguadas en preciosas salas de disolución del Yo, que es como llaman al teatro algunos estetas de psicoanalítica influencia. Aquel día también llevaba mi libreta conmigo y aunque solía escribir mientras caminaba, en ese preciso instante me hallaba transportado a una dimensión de soliloquias disertaciones mnemotécnicas. Además poco a poco el ambiente a mi alrededor fue ensombreciéndose de una manera que puso a prueba mis templados nervios de bajo fondo.
Erraba por esas calles ya evitando hacer tiempo para llegar en el momento preciso al ritual emigrante que Valeria había preparado, me interné por un deteriorado bosquejo urbano, en el que se agrupaba sin confort una parte representativa de la población que subyace bajo la base de la pirámide social. Recorrí ese largo callejón en cuyos andenes se apilaba la miseria de muchas generaciones, sin hacer nada para comprobar en qué momento la ciudad se había vuelto el elocuente bodrio de las realidades escondidas. Cada paso aproximaba un nuevo vericueto improbable, cada minuto descubría más de esa ciudad que lo que había aprendido de ella en mis visitas. Debió ser algo así como se sintió Ángela cuando visitó Nueva York la primera vez, desde luego las proporciones son ridículas, pero expresa bastante bien el espanto que me causó. Es una tierra de locos, me dijo al llegar, voy a quedarme a vivir aquí. ¿Tienes dónde quedarte? No importa, se puede vivir de lo que sea, de las cosas más raras, hoy me enteré de que hay una especie de terapia que consiste en ejercitarse a través del cuerpo de otra persona, la conexión se logra por métodos poco ortodoxos de manipulación del aura y neutralización de algunos chacras.
No era raro que Ángela se metiera en cosas así, de hecho tenía esa especie de magnetismo para lo inusual, gracias a ese don pude disfrutar de las experiencias más desconcertantes que me hayan ocurrido, lamentaba su decisión porque me despojaba de una persona realmente hermosa, chispeante de aventuras, el sueño dorado de todo hombre. ¿Qué necesitas para entrar? Ángela era tan atlética como una gacela adolescente y tenía la determinación de una mula de arar. Sabía que estaba feliz de haber encontrado una profesión en la cual poder combinar una de sus pasiones, se ejercitaba tan endiabladamente que acechándola entre sus rutinas llegué a pesar 90 kilos de puro músculo. Yo compartí siempre su felicidad pero me haría tanta falta que seguí ejercitándome con la misma brutal energía varios años más. Mientras tanto Ángela vivía la obligación del ejercicio de otro cuerpo corriendo al rededor de la gran manzana. Fue en uno de esos entrenamientos terapéuticos que vio el impacto del primer Boeing 767 contra la torre norte del World Trade Center a las 8:46 de la mañana, un martes si no recuerdo mal.
Yo dormía en Cali la serenada del domingo porque era la noche del sábado que en esa ciudad salían las mujeres embellecidas de colores y aromas deliciosamente sugestivos. Por aquél entonces creo que ya trabajaba, siempre fui renuente al trabajo y me disgustaba tener que pensar en ello. Ese motivo propició el hecho de que siempre haya querido contribuir de alguna manera a aquellas maravillosas formas de vida, así fuera con pequeños gestos y ellas siempre supieron apreciarlo. Escribía en mi libreta donde fuera que tuviera que pasar tiempo haciendo nada, escribí en aquel colegio de horas muertas al que le debo casi toda mi total amor a la libertad, escribí en las bancas de la cancha donde intentaba jugar Básquet rodeado de un asombro muy justificado por mis mediocres condiciones para un juego, que a todos resultaba aceptablemente sencillo, escribí en las filas de los bancos soterrando cómplice las enmiendas de una economía en desplome, en las de teatros donde se agudizaban los sentidos casi hasta un paroxismo teatral, en la ruta de la U nada teatral ni cinematográfica, tampoco televisiva, escribí en las paradas de buses, lugar donde la paranoia que heredamos de siglo XX ha dejado el sabor amargo de la duda y el agridulce de la incertidumbre, hay pocas cosas tan cinematográficas como la parada de un bus.
Por otro lado casi es ya un lugar común el incurrir en la mención de la sicopatía, como una de las facciones de la naturaleza humana que ronda la cotidianidad con el más desapercibido desenfado. Puedes toparte con ella en una parada de bus, la persona que te sirve habitualmente la hamburguesa puede ser una asesina en serie, etc. Afortunadamente también puedes encontrarte con cosas agradables en una parada de bus. Fue precisamente en una parada de bus en Cali, una deliciosa noche de verano, que me vine a topar con una buena amiga del pasado que había nacido en el Brasil, yo me encontraba esperando un amable conductor que me hiciera la caridad de transportarme en seiscientos, ya se había hecho de noche y me encontraba cansado hasta la migraña. De pronto, casi de la nada, me encontré observado por una mujer que no tardé en distinguir como Manesa, en la universidad habíamos compartido algunas clases a las que ella asistía de manera exploratoria y para mi fortuna para nada inflexiblemente intelectuales.
Fue gracias a ella que descubrí muy tempranamente la delicada dimensión de algunos lenguajes, con el tiempo supe que había viajado gracias a una beca, a realizar teatro en Alemania, uno de sus sueños, sin embargo me gustaba pensar en ella, si hubiera necesidad, como mi principal (en realidad mi único) contacto en el Brasil, que era casi su segundo hogar ya que había pasado mucho tiempo en Colombia y en otros lugares, de su nombre no sé gran cosa pues creo que nunca le chamullé sobre su origen. Manesa también era modelo, en uno de los eventos en los que participaba ocurrió la única vez que caminé por una pasarela, me hizo creer que le estaba haciendo un favor, que alguien había faltado y que necesitaban un reemplazo. Yo me lo tomé bien aunque se riera toda una semana. Después de eso llegué a doblar modelos para los brindis, me ponían un uniforme de modelo y me iba a las fiestas a embriagarme gratis, luego iba a recoger a Índigo que trabajaba en un bar, de aquella sabrosa morena no recuerdo el nombre pero sí su sonrisa cálida, vaporosa y anfitriona. Índigo estudiaba mucho, así que necesitaba trabajar mucho, las modelos son como las actrices de televisión. Aquel saludo a la distancia que cubren las banquitas de aluminio a lo largo del paradero fue como un choque de recuerdos que se rebobinaron a la velocidad de escape de una lagartija paranoica. Un momento para la mutua contemplación y el silencio sonriente de dos seres que han envejecido (aunque no tanto) lejos.
Manesa vestía una blusa del color de su piel y una chaquetilla etérea, lo que daba la impresión de estar desnuda bajo un jirón de tela flotante. Sin importar el día Manesa siempre vestía de manera soberbia, o tal vez fuera que todo lo que se ponía le sentaba muy bien, si hacía los oficios usaba esos adorables shorts de jean y elevaba sus talones un poco calzando unas sandalias transparentes de silicona. Podía pasar horas en su contemplación y no sé si era tan meticulosa porque la observaba o realmente no entendía que se podía despilfarrar el agua con demasiada facilidad. Pero la verdad es que yo también dejaba de entender tales sutilezas tratándose de ella. Me contó que estaba visitando a su mamá y a su hermana, que han vivido desde siempre en Cali, me contó algo de sus viajes y desilusiones, de los personajes admirados y caídos del pedestal, de su renuncia a los llamados “espacios del arte”, pero nunca al arte, siempre el camino correcto. Yo le conté de mi accidentada incursión por los escenarios políticos del Magdalena Medio, de las masacres del Cauca que me tocó presenciar, del entusiasmo con que me encontraba abordando la familiarización con las técnicas representativas del audiovisual, y como hasta ese momento era lo único bueno que le había contado, se entusiasmó con la idea y pidió ver mi trabajo. Debo aclarar que mi abordaje apenas comenzaba, así que no podía mostrarle nada de nada. Desde luego, al no tener ningún ejemplo digno ni indigno empecé a excusarme.
No importa, dijo con voz suave y ánimo divertido y retador, hacemos algo los dos antes de que me vaya, traje mi cámara. De inmediato recordé algo gracioso que había leído en una de las copias de la escuela de cine, tenía que ver con la casa de al lado de un vecino, una casa que no existía… no pude recordarlo con precisión y me quedé sin una buena anécdota. Su cámara era una con muchos EOS-D y números por todos lados, híbrida, con salida de audio y más cosas que yo ni entendía en ese entonces, casi con vergüenza epistémica aunque muy contento emprendí el camino con mi buena amiga, mientras me contaba que había estado en el carnaval de Río del 2008, pero que le había parecido algo medio farsante. Es natural que tenga apreciaciones de esa naturaleza, ya que puede comparar. En casa me invitó unas cervezas y me mostró un tatuaje que se había hecho, de un clan o algo así, tenía algo escrito que traducía: “hecha a mano”, bastante erótico, me pareció, hasta me dieron ganas de hacerme tatuar uno de esos. Estuvimos un buen rato tratando de construir la historia pero mis ideas no le gustaban, la verdad es que a mí tampoco me resultan interesantes cuando tengo que pensar en ellas. Se le ocurrió presentarme una que me agradó. Era a propósito de su gato, un gato siamés originario de la China, la verdad yo no le vi nada extraordinario al gato, sólo que parecía querer colaborar en el asunto. Así que terminamos haciendo una historia refrescada en cerveza, inmediatamente realizable, sin guión y creando edición inmediata desde la cámara. En algunos momentos la tarea se volvió interesantemente íntima.
La verdad es que tener un gato resulta también una cosa bastante erótica, los acarician y ellos prenden su motorcito y comienzan a contornearse, a morder y a lamer con su lengua rasposa. En mi caso, como esa noche me encontraba frente a una presencia experimental de infranqueable hermosura, no volví a saber de mí hasta que la luz de la ventana golpeó en mis ojos y vi que le mostraba el corto a su hermana. En el alero de la ventana el gato ronroneaba su segundo sueño. Escribí mucho viajando por Cali, al salir de la casa de Manesa hice uno de mis paseos errabundos, al bajar por sus calles me topé con un sitio difícil de referenciar, tanto por su arquitectura modificada para acondicionar las áreas comerciales destinadas a los visitantes, como por la multiplicidad de actividades y expresiones culturales que colmaban todos los espacios con clanes de estilos tan disímiles como hermosos. Realmente no recordaba haber pasado por ahí la noche anterior, me parecía coherente repetirme que se sentía como un viaje en el tiempo, no me pregunten qué me fumé, no tengo ni la más remota idea. Cómo me habría gustado haber conocido a Manesa en la época de mi viaje de regreso al apartamento de Valeria por las calles de Bogotá, habría sido un buen puente para ayudar a Valeria que partía por esos nublados días de inusitada violencia civil en el país. Mientras iba con toda una filosofía del mundo del teatro y la pedagogía en la mente, en medio de la bruma de una tarde entumecida de frío, comprendí que había entrado en un laberinto, no en un vericueto. Lo que veía tenía el desvencijamiento de la desidia. Pocos son los sitios que nunca olvidaremos, con los que siempre ambientaremos nuestras historias, lo más cercano al sentimiento entrañable que conozco.
Si se nos quedan entre los no pocos discursos que guarda la memoria es porque hay algo invisible en ellos que seduce, que asusta o que sorprende, aquél me asustaba. En cambio las sinuosas calles del barrio donde vivían la mamá y la hermana de Manesa y el postrer encanto desconocido de un elixir rubicundo con que impregnaron el suculento desayuno, me guiaron inocentemente por las inmediaciones de lo que me pareció un bazar de hebreos. Creí haber dado con un carnaval estacionario y me puse a deambular por las escalinatas. Además de los ranchos de metal tan difundidos y familiares, bellos toldos acampaban en las zonas asequibles para los curiosos, que sólo tenían que adentrarse en un diminuto antejardín, para encontrar la ilusión de haber arribado a un poblado perdido en el tiempo en el cual tomar aliento con tranquilidad. También vi edificios construidos con la mesura estética de las casas Kogui, pero estas tenían otro tipo de poesía, estaban adornadas con los productos que ofrecían sus habitantes eventuales, bastaba con pararse enfrente para admirar una variedad de objetos coloridos donde se apreciaba un tremendo conjunto de semillas, rocas y maderas. Llegué a un bazar de guaqueros pensé, y me acordé de Libardo, un guaquero en decadencia que conocí cuando era niño.
Solía pasar las vacaciones en las tierras de Jhael, mi abuela materna, se trataba el lugar de un montículo arbolado y muy fértil ubicado en la cima de una montaña semimuerta. No había agua, sin embargo se daba bien el café. Cuando no se ocupaba de lo que fuera que hiciera durante los días que se desaparecía me llevaba a caminar, normalmente aprovechaba la ocasión para enseñarme un lugar que por otro lado y curiosamente se encontraba investigando, así que a medio camino entrábamos en alguna frondosidad a buscar la media caña para hacer el cateo. Siempre estaba dividida en dos lugares y había que ensamblarla cuidadosamente para que no perdiera el adelgazado borde exterior. Disertaba mucho por el camino entreteniéndome con la conversación y con el paisaje que me enseñaba, yo le manifestaba mi creencia en que él vivía en un paraíso y exaltaba las bondades de aquellas latitudes contándole lo que sabía de las personas de la ciudad, lo que según creo recordar lo interesaba sobremanera. Pero siempre hablábamos en conceptos haciendo abstracciones de cada tema de una forma más bien intelectual. Años después, cuando la guaquería se volviera tan prohibida como impopular, empezamos a llamarnos mutuamente y con gran felicidad por mi parte con aquel gesto de tierna complicidad: los que nos dedicamos a la arqueología.
La vida resulta a veces diametralmente cinematográfica. Los días de aquella semana ajetreada, pasada con tabaco, vino tinto y café alicorado, entre teatros de ilustre olvido y bibliotecas de inexistente abolengo, había disfrutado de todo lo que podía ofrecer la megaprovincia como decía Mafe, y sin embargo ahora me hallaba en un laberinto de miseria, creado con astuta negligencia por los grandes dirigentes con la "ayuda" de los factores atenuantes, y me resultaba de proporciones más que monumentales. Lo poco que sabía del arte no me alcanzaba para dimensionar la magnitud del daño causado. La sociología que estudié mediocremente sólo me permitía formular vagamente conceptos abstractos, incitados por estudios de probabilidades que no había leído. Pero más me apremiaba la idea de cómo salir de ahí sin despertar sospechas. Gracias a mi desaliñe en cuestiones de moda me es relativamente fácil pasar desapercibido por algunos lugares, donde lo que suele primar es el culto a los estilos personalizados. Sin duda eso me dio un haz bajo la manga aquella tarde Bogotana de principios de ritual, de su excelencia, la mamacita Valeria Espinoza Cifuentes.
Algunas veces, cuando no se está estrangulado en un andrajoso barrial de sitiados sociales, provoca hacer una lista de las cosas bonitas de las ciudades. Yo no he vivido lo suficiente como para conocer todo el espectro centelleante de sus atractivos. Sin embargo puedo acudir sin mucho esfuerzo y con cierto deleite eventuario, a dos o tres sucesos que me remiten sin demasiadas largas al efusivo lenguaje cinematográfico de la urbe. Concurren en Cali, uno de ellos está determinado por los arbolitos sobre la quinta, entre Tequendama, la carrera 44 y paseo de la quinta. Cada año, por esta época, se cubren con minúsculas flores blancas y azul tenue, asemejando una tímida nieve tropical. Ese detalle casi siempre era mi incentivo cuando tenía que montar en un bus al ir o venir por esos lados, generalmente a la Universidad.
Otro es sin duda, la circunvolución montañosa, que envuelve con sus atisbos andinos el asfáltico entorno ecuatorial de las principales ciudades de Colombia, la vista hacia y desde esos lugares resulta sencillamente espectacular. En alguna época llegaría a jactarme de tener ambas perspectivas. Una tercera cosa bonita, suena a "...bésame mucho..." puede ser la etnográfica “puesta en escena” de la economía informal, heredera directa de la culebrería nacional, recogida en Europa principalmente con caligrafías macondianas. En medio de esos espacios se puede topar con los personajes más raros y simpáticos que la estereofonía callejera puede ofrecer. En ellos una estricta convivencia entre lo que se intercambia por dinero, comprándolo o vendiéndolo, y aquello que se trueca por ciertas cantidades de sinceridad.
La arquitectura también es preeminente en la breve historia ocupada o no por mi presencia. Las frutas coloridas reemplazan un poco el aroma que dicen impregnaba el horizonte de antaño. Se me ocurre, en otro momento en que parezco dormir la realidad, que hay que ser como un techo con goteras, dejar filtrar ideas de diferentes calibres, consentir en capturar la realidad precipitable y, si bien no bogársela de un sorbo, por aquello de la higiene que debe ser otro cuento, al menos sí bañarse con ella. Aquí es la arquitectura la que me habla, esas piezas de repostería vitalicia que se desmoronan en medio de la impávida consecución de los tiempos. Esa podría ser la última cosa de esta pequeña lista, ya nostálgica, bien sea por los hierbajos y plántulas que intentan traducir su vitalidad a esos escenarios de olvido, bien porque hay algo también muy hermoso en la descomposición, el desorden y lo destruido, que es lo que esperaba de mí en ese momento, al pasar por aquél vericueto de angustia que jamás había pisado. La voz de la perenne fugacidad de lo que transcurre casi en silencio hacia su destierro inmemorial, metafocéntrico, intransifuso, esquízolado. ¿Qué más se podía decir?.
Caminando hacia una muerte horrenda comencé a pensar en mi pasado, en si lo que había vivido había sido bueno. Concluí que sí, que merecía seguir llevando una forma de vida tan digna y experimental, y terminé por convencerme a duras penas de que se trataba de un apreciable don el que se me permitiera ver, tan en detalle, la perfección de lo que era mi vida y cómo valía la pena vivirla. El problema con ese razonamiento es que yo nunca había perdido de vista lo mucho que me gustaba vivir, a pesar de las bohemias revoluciones de la juventud en que se solía apostar mucho más de lo que se estaba dispuesto a aceptar. La primera vez que me topé con vagabundos de una errabundez diferente a la que yo estaba acostumbrado, éstos tenían apenas unos años, fue en el teatrino de La Tertulia en Cali, Había unos jazzistas y en general en los principales restaurantes del barrio El Peñón, colindante, había grupos tocando, era una especie de festival gastronómico para atraer público, gustó tanto que tiempo después se anclaría el Festival de blues a la fiesta de la música que organizaban las academias de bellas artes.
Antes del blues macerado en tabaco y luego del blues a dúo fue un plato de digestión exquisita que me hizo considerar una vez más, que la vida resulta a veces diametralmente cinematográfica. A mi lado había, entre otros especímenes, una mujer extrañada por las interpretaciones más del corte del rock experimental y el Vitim, y dos jovencitos estereotipados de asfalto e intemperie, descalzos, con poca ropa, ojos curiosos, musical impedancia, arritmia desembasada. Recuerdo también que había un showmen, personaje entrado en interesancias y muy formado en el mundo del espectáculo y los trasiegos apabullantes, con una propensión por la fiable conducta del desenfado, una pluma de águila flotaba sujeta a su guitarra. Un blusero a lo antiguo, condicionado por la interacción y la facilidad idiomática. Cuando habló con su acento estofado: “…esta es mi primera vez en su país etc. ...lo bello de su magnífica ciudad etc.” uno de los dos chicos habitantes de la calle (gamines, solían llamarlos), dijo: “Huy, ese marica es del otro lado?”
Curiosamente ese otro lado se abrió con el improvisado acento de los tu y yo, cuando el blusero con la pluma de águila habló, su visión vocal del origen del blues, una oración forjada en calor de cuerpos y pasión delirante, realmente encontró la sencilla manera de llegar a la medida de lo conmovedor, desde la otra orilla del Misisipi, ese otro lado realmente, y yo no pude dejar de pensar en ese instante, que a veces la vida, resulta diametralmente cinematográfica. Pero si ese pensamiento me sirvió en aquel momento de desvalía cultural en la que creía hallarme, no tengo la menor referencia de de sus efectos, sólo presumo que me dotó de un aire melancólico muy adecuado para atravesar el cordón de miseria que creaban hombres y mujeres a mi alrededor, y pienso que también un perro creí ver. De regreso de La Tertulia, me encontré con un par de viejos, uno de ellos de cráneo rapado, llevaba una hermosa papaya gigante, la cargaba con la estética potencia plástica de su brazo izquierdo, a la manera de los meseros que pueden llevar cantidades descomunales de cerveza y otros líquidos ambrosíacos, sobre elípticas bandejas de diseño aerodinámico. Mientras cruzaba a los viejos y a la atractiva papaya, se abría una brecha tropical auspiciada por la inconfundible traza de un Son cubano, en clave de madera, tabaco y ron, desde una de las casas inmediatas.
Era un ritmo que algo tenía que ver con la música que escuché en el lugar de los toldos y bohíos hebreos, atisbando los grupos en busca de compañía. De pronto di con un joven que ofrecía su poesía en forma de un libro, una mujer que estaba en el lugar me precisó mientras el poeta ofrecía su libro a otros visitantes, que venía de una gira por Alemania, y empecé a sentirme como un pichón en ruta de caer en una estafa, así que a riesgo de perder una oportunidad de acostarme con la llamativa informante me alejé entre la multitud. Encontré refugio junto a un montón de jovencitas que desenfrenadamente se besaban y bebían vino en cajas de cartón. Aquel lugar me encantó y me puse a reflexionar. En poco tiempo habría podido seleccionar material para publicar al menos tres libros como el que había visto, la idea me interesó lo suficiente y los siguientes meses me apliqué a la tarea de examinar mis notas.
Mientras tanto en el resquicio fatal metropolitano y capitalino en el que ya empezaba a sentir mi cercana descomposición, imaginaba que podía resultar poco habitual que alguien metido de lleno en los cabales estilísticos de las clases sociales, considerara pasear por aquel laberinto unidireccional con la tranquilidad de un lugareño. Al igual que en las ocasiones en que me atravesaba el Distrito donde crecí, cuna de malandrines y sospechosos según se publicitaba al otro lado de la frontera, un extraño aplomo apareció y seguí el camino de los vericuetos como si se tratara de mi patio trasero, adentrándome cada vez más en la desesperanza. Sin embargo nadie hizo nada por alterar el estado de precario flujo citadino en el que se encontraban sus pobladores, ni un sólo atisbo de rudeza, ni un esquivo gesto de intromisión al extraño que se adentraba en sus dominios. Caminé por la calle para invadir lo menos posible los espacios intervenidos quizá más por el hambre que por la necesidad.
A medida que avanzaba el abandono se iba acrecentando y hacía un poco incómoda la marcha, que ya para ese momento me parecía destinada a convertirse en tema para un artículo sin valor en la plana sin importancia de algún miserable diario local. "Y así terminó sus días este desconocido bohemio, que un buen día entregó su último aliento en una paupérrima grieta bogotana, se desconocen los motivos que alteraron sus últimos días, por lo demás su cordura siempre estuvo en entredicho, en medio de sus pares se comportaba como un segregado intolerable, deja algunos apuntes de valor filosófico y un inestimable compendio de notas al azar en las cuales se perfila exquisitamente, el sensual desbarajuste de una generación sin disciplina". La ilusión de seguridad se volvía más etérea mientras avanzaba por un alrededor que parecía juzgar poco interesante el querer percatarse de mi presencia.
Tal como empezó el hechizo se desmoronó, cuando pisé los empiedres rectangulares de una calle con apariencia de postal me di vuelta para mirar. Como si se lo hubiera tragado el miedo no había rastro del lugar. Concedí el fenómeno a que siempre me he conducido con la percepción del tiempo en medio de una relación muy especial, que me suele aislar de las convenciones con que se interpreta la duración de las cosas. Al retomar un camino conocido conjeturé sobre el intenso momento que me acababa de procurar con mi aleatorio sentido de orientación, creí intuir la proximidad de las brechas que separan a las personas y que se rompen como delicadas caperuzas al contacto con un momento de contemplación, y no había sido precisamente yo quien estaba contemplando. Mientras arrastraba mis huesos lo mejor que podía, lejos de aquel tabique de malaventura, sus habitantes, una población en denso cauce e imperecedera vigilia, que más parecían la escenografía de una película de posguerra, se saludaron entre sí con el sabor en los ojos de las cosas inhabituales. Faltó poco para que cualquiera de aquellas personas entre las que caminaba me diera muestras de hospitalidad, sin embargo en aquellas proximidades olvidadas de dios, me era difícil reconocerme con la ilusión de tranquilidad que brinda lo usual y lo típico en las aglomeraciones metropolitanas.
Se dice que las personas arrastramos con una cierta carga de coherencia, lo que permite conjurar la presencia más o menos constante de la identidad, herramienta con la cual se establecen derroteros de comportamiento acordes con cada escenografía de referencia de las que se guarde memoria. Yo había tenido la fortuna de crecer en un entorno complicado y conocía la exaltación mortuoria de quienes se hallaban a su suerte, y que de una manera no tan desconocida iban creando estos cónclaves apócrifos del proyecto sociedad, improbablemente frecuentados por quienes prefieren conducirse dentro de apretados esquemas de prudencia. Una noche me he quedado dormido con este recuerdo, he pensado en la imagen de aquel día de conversatorios y ceremonia, yo atravesaba una esquina y aparecía por ese costado de la calle, y pasé de largo casi sin mirar, prometí que si salía vivo del agujero en el que creía haber caído iba a follarme a todas las mujeres que me encontrara, les haría la tarea más fácil y ahorraría tiempo, realmente había desperdiciado tiempo en una escritura estéril y desfundamentada. Tomé a conciencia mi juramento y por una buena temporada me dediqué en cuerpo y alma a cumplir mis votos hasta que un buen día pasé por la misma calle y noté un tipo de abandono más conocido, me costó reconocerla, fue entonces cuando mis propios rituales de exilio comenzaron.
En cierto momento de mi vida dejé de escribir, me volví un experto en dormir mucho y en esa tarea tuve mucha ayuda, pero el esfuerzo me producía un hambre de dinosaurio, y entendí que uno se alimenta también de palabras como ellas a su vez lo hacen de nosotros, que el destrozamiento es mutuo para poder transmutarse en una lengua. Un antiguo proverbio chino consigna una idea sobre la filosofía del desapego, una posible interpretación lo traduce de esta manera: quien ama verdaderamente no puede ni reír ni llorar, vibra al alba con los primeros rayos de sol, saborea el aliento de la miel en los jardines, inflama sus pulmones con el perfume del ser amado, deja que el agua le acaricie los pies y que la luna toque sus pupilas y en su asombro se halla permanente.