La condición

La condición

jueves, 17 de noviembre de 2011

Algunas reflexiones sobre la historia del arte en el contexto colombiano del agitado período diferenciado categóricamente como siglo XIX

Muchas de las grandes utopías se suelen reflejar en otras más pequeñas. Hace algún tiempo me encontraba participando de un proyecto editorial que en aquellos días vi con más sombras que luz, se trataba de una revista cuyo título provisional o uno de ellos era Arte y Mercado, uno de sus objetivos se comprometía con la promoción de los nuevos enfoques y se articulaba con la necesidad de impulso, de difusión sobre todo, que precisan los nuevos exponentes de la creación y la expresión artística. Sin entrar en detalles que pueden resultar impertinentes diré simplemente que la arquitectura de la revista a mi parecer respondía a un tipo de diseño acrisolado en las prácticas legitimadoras de la academia, en el que las notas y reportajes sobre las propuestas contemporáneas estarían flotando confortablemente en un estanque colectivo de composiciones relatadas con esmerada pretensión de objetividad.

Quizá la razón más importante de este proceder era que una importante universidad confirmaba su apoyo institucional y financiero a la particular asociación del baquiano Publicista e intrépido Historiador Massimiliano Ágelao y su notoria corte de inquietos condiscípulos camaradas, hacia quienes hasta donde puedo rendir mi memoria, siempre correspondió con un tratamiento profesional en el que los niveles estaban diferenciados por el relieve de las producciones individuales, aunque fuéramos extraviados estudiantes de primer semestre de alguna carrera disparatadamente lejana a los enfoques de la Facultad de Artes Integradas. A propósito del mundo en que vivimos o de la insolencia pasiva que se extiende con la severidad de un diccionario del subdesarrollo, el apoyo nunca llegó, ó más bien no llegó hasta cuando me despedí de aquellos círculos de ensoñación histórica que eran las clases de aquel buen profesor.

En aquel proyecto narrativo soñado para combinar preludios idiosincráticos sobre un mundo difícil de arropar con las palabras, tuve la disciplinada comisión de aventurar algunas reflexiones sobre la historia del arte en el contexto colombiano del agitado período diferenciado categóricamente como siglo XIX, el cual fue una coyuntura compleja, como todas imagino. Yo abordé la labor de mi artículo con la concepción extendida de que no hay periplo completo por el mundo si no se ha intentado escribir un libro, una empresa que suele acompañarse popularmente con otras dos humildes aspiraciones no menos drásticas y significativas. Será porque escribir, en la mayoría de los casos que conozco, toma mucho tiempo y esfuerzos, que la imaginación plantea, tácitamente quizás, que al acabar lo uno que es escribir en este caso, se habrá terminado por comenzar lo otro que es plantar los hijos que habrán de pelear por los últimos árboles. He aquí el argumento originado:

Antes de que el arte colombiano se “dejara conducir” por los preceptos académicos propios de la Europa instruida en todos esos términos que conformaban un conocimiento profundo de la anatomía, la exploración compositiva, la experimentación con las posibilidades de la luz, la cualificación visual, las fórmulas técnicas de la manipulación de la perspectiva y todas las formas de experimentación en que se alojó la expresión artística del renacimiento y que se constituyó en ese proceso disciplinado de representación que sabemos fue el arte desde el siglo XV y cuya influencia todavía se advierte en la realización institucional contemporánea, se asistía (con cierto esfuerzo) al ensamble de una coexistencia muy experimental de esas dos naturalezas de la realidad tan semejantes que podría hablarse de una sola: la del mundo y la humana.



Aun bien entrado el siglo XIX todavía estaban encontrando su existencia formas de un arte que se acoplaba, pictórica y figurativamente de un lado, en visiones expositivas de una estética desprevenida, un lenguaje de situaciones inconscientes, y de otro lado en una coquetería con la atmósfera dominante de la época, la exteriorización de una influencia social rutinaria, que derivaría en radicalismos y búsquedas románticas. En su momento algunas obras y expresiones perdieron vigencia estética, se abandonaron sus biografías y se fueron degradando por el camino dejando de ser realidades artísticas, o han ido a parar al compendio de la historia como fragmentaciones anecdóticas de una realidad intransigente. Aunque no en pocas ocasiones todo puede resultar a la inversa.

Tal vez se pueda establecer el desenvolvimiento del arte en Colombia y sin cometer una ligereza de apreciación, dentro de lo que corresponde a los escenarios de la pintura y la escultura en ese período comprendido por el siglo XIX, en dos oleadas que incluso se pueden corresponder. La primera estuvo marcada por una intención muy fuerte de plasmar y describir eso que puede llamarse “el entorno real” –lo percibido–, aquello en donde suele anclarse la existencia. La segunda se definió a través de las formas de hacer que irán incorporando en el aspecto artístico diferentes estrategias constructivas, cuya elaboración resultaba a ojos entendidos más bien técnica y artefactual, dependiente de los rigores y las definiciones propios de la identidad académica.

Desde luego la realidad despliega a cada momento un espectro muy amplio de posibilidades y su rastro se puede hacer muy arduo, así que vale aclarar que aquel fuego primigenio de creación artística moderna, enclavada en la conflagración de varias culturas cohesionadas en un sistema cuyas contradicciones se explicaban con artificios míticos, debió estar también muy influenciada por un lado por los reflejos de una condición cultural algo restringida a los gustos hispánicos, que dominaban primordialmente en los círculos donde buena parte del arte y el mercado del arte a la manera europea, podía tener una antesala que se creía propicia a las condiciones de creación, y por otro lado por las interpretaciones religiosas dominantes también en esos círculos, las cuales impulsaron en buena medida las dilatadas acciones colonialistas por estos lados iberoamericanos.


Pila de Crespo
 Autor:José Joaquín Crespo
 Técnica:Piedra tallada
 Medidas: 220 X 98 cm.

Museo de Arte Colonial y Religioso La Merced

Ahora bien, existen registros que sirven de base para considerar que algunos representativistas lograron no pocas osadías antiacadémicas. Entre quienes obtuvieron tal reconocimiento de imberbe rebeldía y adusta originalidad, que vivieron por aquellos días de la primera mitad del siglo XIX y cuyas obras se conocen, si mal no entiendo, como más o menos bien logradas en expresiones de ocurrencia, acatamiento de los estilos y adornos de la clase dominante, imitación o pisada de viejos rastros, rigidez y ausencia de perspectiva natural se mencionan:

La llamada “dinastía” de los Figueroa, linaje de retratistas que supieron ubicar sus obras en contextos planos y acartonados, consiguiendo sobresalir, según la transobjetiva crítica contemporánea que transita en la Red, en algunos apreciables aspectos de sencillez, ciertos indicios de proporción y una que otra ilustración desprevenidamente asequible al entendimiento de las masas, específicamente en Pedro José Figueroa. También figura en este periodo de reconocimiento y adaptación cultural, José María Espinosa, costumbrista, retratista, republicano, dotaba a su obra de un naturalismo caricaturesco que “ponía” sus esfuerzos en diferentes variaciones de los planos decorativo y escénico, fue un notable miniaturista.

Yendo un poco más allá de este espectro analítico que propongo y desde una línea todavía superficial, encuentro que la actitud dominante en la factible primera oleada pudo estar definida por un sentimiento de carencia satisfecho empíricamente, algo así como una espesa e intensa necesidad de crear, volcada más sobre la mística de la acción que sobre el cuidado de su desempeño. Aquellos esfuerzos por la creación de representaciones artísticas parecen poseer una claridad muy rígida casi un laboratorio de principios fabriles, si se me permite la ligereza, cuyo origen puede estar en todas esas maneras de ver el mundo a través de la dimensión estática que se crea cuando el orden social, político e ideológico establecido se mantiene invariable a pesar de estar atravesando lo que podría considerarse un fenómeno de revolución, en este caso enmarcada en la concepción demasiado general de La Independencia.


Retrato, Simón Bolívar 1830
Colecciones del Museo Nacional de Colombia


En ese mismo orden de ideas la actitud dominante de la probable segunda oleada pudo estar definida por un sentimiento de carencia compensado por las formas competentes propias de una instrucción técnica, con referencias específicas a la transmisión artefactual de dicha técnica. O sea, una intensa necesidad de crear, volcada mas sobre una cuidadosa aplicación de las posibilidades creativas que sobre los misterios de dar vida física a algo a través de esas dos “mutaciones transfiguracionales de la realidad” conocidas como pintura y escultura. Tal vez lo más importante a destacar de ese período que me he atrevido a compaginar con la supuesta primera oleada, sea la cristalización de ese ambiente estático (estático y en permanente decadencia si se quiere), de formas rígidas y carentes de presencia humana, de relación y función, de profusas interacciones entre el artista y la vitalidad de la obra.

De este sentido hay un exponente al que en la historiografía se le ensambla al mismo tiempo bajo dos consideraciones, la de ser un pintor bastante mediocre y la de poseer un carácter sugestivamente ingenuo, se llamó Luis García Hevia, introductor del daguerrotipo en Colombia y a mí me resulta por ese sólo hecho un personaje de corte aventurero, aunque sea simplemente otro de los que se guarde memoria, algunas dimensiones de la Historia pueden tratar realmente duro a algunos muertos. En la época de este personaje (1816-1887) trascienden no pocas consideraciones de corte científico, las cuales parecen haber funcionado bajo la tutela de ideas, importadas además, de que lo figurativo, lo técnico, lo metódico, funcionaba para la pintura como su razón de ser.

Ya que los conceptos involucrados en la escultura estaban relacionados también con lo funcional que pudiera resultar el objeto, si resistía a la intemperie y cosas de esa naturaleza, deben explorarse consideraciones que incluyan el valor práctico y la mixturización social de las obras. En esta época y bajo este impulso se promocionaron los retratos fotográficos como hechos de memoria (algunos de ellos en clave costumbrista) capturando junto a las imágenes bellas evidencias de un porte que marcó buena parte del precedente orquestador de eso que podría llamarse la fotografía retratística, fue una época en la que se espesaron aquellas atmósferas de gran sentido visual con “nuevos” corolarios técnicos y otros recursos convencionales aplicados novedosamente. Artistas con espíritu científico.

Pero la historia de la pintura y la escultura colombiana en el siglo XIX puede ser definida hasta cierto punto como un enredo de simplicidad matizada con una cierta representación de la naturaleza utilizando elementos tomados de la narrativa, más bien de la fábula. Quizás no existió en un primer momento composición como tal, sino una especie de condensación colectiva hecha de argumentos figurativos, pertenecientes a la sincrética mitología cristiana, que por aquel entonces arribaba a las Américas y que aquí particularmente no se considera que fuera muy abundante. Una desintegración de piezas y partes pues, que servían de modelo para copiar a los integrantes de aquellas historias religiosas que en general, eran encargadas por lo que podríamos llamar la clase dominante. Todo enmarcado en la supuesta piedad que envuelve la labor santa y en el deterioro marginal de su catástrofe espiritual puesta en práctica por los piadosos institucionales.



Ya se empezaban a plantear bajo un espectro de saber europeo los misterios planteados por la física, salida un siglo atrás de los monasterios en donde se refugiaron los alfabetos mientras se esparcían las revoluciones políticas y se anulaban unas a otras y entre sí violentamente. Aquella también fue la época de los efectos especiales de la pintura y la escultura en la Colombia de mediados del siglo XIX. Otros protagonistas de aquellos independientes procesos culturales fueron Ramón Torres Méndez retratista y costumbrista, quien lidió ingeniosamente con la entonces reciente fabricación de imágenes “a máquina”, la fotografía había hecho su incursión, Ramón Torres Méndez destaca también por ser un entusiasta de la pintura naturalista y un ejecutor con mucha fluidez e interioridad.

Como dato curioso debo subrayar el nombre de Santiago Páramo, un jesuita, también representante de este interperíodo de transición academicista en el que se despejaban las potencialidades cualitativas y técnicas del acto artístico y tendían a desvanecerse la espontaneidad, la personalidad y la ilustración humanista, con ciertas raras excepciones. Si a Méndez se lo toma por un delicado pretendiente de eso que a veces se le llama, neo-renacentismo y neo-barroquismo, y otras veces simplemente, oscura nostalgia por la extraña armonía del barroquismo italiano, a Santiago Páramo se lo toma por un visionario preciosista en medio de la bruma de la doctrina.

Bien entrada la supuesta segunda oleada pisamos terreno removido por el academicismo decimonónico pos-renacentista; nos encontramos entonces ineludiblemente con un expositor de la “influencia parisina” llamado Epifanio Garay, posiblemente el mejor pintor que se haya levantado, destacándose en la exploración de las posibilidades de la luz y la sombra, la composición y el respeto por la anatomía, contando también con el hecho de haber sido admitido en el Salón Nacional Francés, un dato biográfico no poco despreciable que puede dar algunas luces y sombras sobre su posible influencia. Al lado de este destacado personaje, Ricardo Acevedo Bernal trasciende un poco los bordados cortinajes italianos de su época (1867-1930).

Se considera que Ricardo Acevedo Bernal fue simpatizante del movimiento político liberal y si bien no puedo dar por sentado que sólo hubiera un único movimiento político liberal, tampoco puedo desmentir ese dato. Según sus estudiosos implicó muchísima vivacidad en el empleo de los colores, dio amplias muestras de ser conocedor de los efectos luminosos y, a manera de comentario circunstancial, se cuenta que aspiraba al igual que Garay, a incrustarse en la llamada pintura “oficial” europea de ese entonces, que determinaba de alguna manera el éxito y el renombre, dos aspectos de la producción intelectual que muy pocas veces han estado de más, cuando se sabe apreciar la dimensión expresiva desde ángulos de pretensión universal. También se cuentan entre las antologías típicas al retratista Pantaleón Mendoza a quien se considera un respetado representante  de la tradición española en la que por otro lado se formó.

Pero si en Europa se tenían por limitadas todas aquellas posibilidades, en América se disponía de ellas casi en un total desamparo teórico, provocado por las distancias y los conflictos que acaparaban la mayor parte de la maquinaria del mercado con fines bélicos. Tales eran los recursos inventivos que fueron apareciendo en unos medios que no favorecieron mucho que digamos ni la producción creativa ni la producción física de lo que quizás en ese momento no era o no hubiera sido considerado todavía como una forma de arte o algo por el estilo. He de imaginarme lo que no me resulta evidente en la enciclopedia, a la manera de una arqueología de las versiones que el azar ha puesto a mi disposición, he de decir que cada momento debió componerse eliminando posibilidades, tratando de obtener los materiales físicos con los cuales valerse, lidiando con problemas técnicos de maneras que hoy nos parecen candorosas, construyendo irrealidades a punta de desconocimiento, creando testimonios de un prolongadísimo abandono por parte del principado español por el cual tuvimos la introducción -muy precaria- del fastuoso mundo occidental, que en otros virreinatos de la corona fue una presencia consolidada que podía generar sus propios impulsos de exuberancia expresiva.


Epifanio Garay

Si se me permite argüiré que el arte del estilo colonial se desarrolló en Colombia de esa manera en la mayoría de los casos, siempre esforzándose, incluso tal vez, más allá de las posibilidades, bajo un panorama categóricamente desventajoso, en el que el resultado se aprecia hoy en día más como un mestizaje figuracional de sentido expresivo, como una necesidad resguardada de los influjos progresistas de la cultura del "viejo mundo" y como una eficacia misionera, esta última cualidad un noble aporte de los grupos de frailes dominicos, franciscanos y jesuitas que llegaron con la misión de evangelizar y que en ese momento de la historia se encontraban férrea y fervientemente cohesionados bajo el peso de los rígidos preceptos religiosos, originados en el ámbito de la contrarreforma. Difícil imaginar aquél infierno de escollos y sobriedades impuestas, cohesión cognitiva y reforzada moral.

Algunas arbitrarias maneras de proceder de los frailes misioneros de aquellos días pueden haber obedecido por un lado a la tendencia renacentista de propagar la fe mediante cualquier forma de arte, una práctica que se constituyó en un fenómeno de recursividad muy conocida desde principios del siglo XVI, identificado como la estrategia de seducción popular empleada por los cristianos católicos, para responder a cierta pérdida del monopolio espiritual, y económico, frente a los movimientos protestantes que se estaban levantando y que ponían el énfasis en la interpretación individual de la Biblia. Por otro lado se debe recordar que la contraparte de la campaña evangelizadora fue ampliamente tonificada por las cruzadas extremistas implicadas en la ampliación del imperio romano, dotadas de un brutal expresionismo intolerante y carnicero. Por tanto el arte también fue en ese "nuevo mundo" del occidente colonizado, el mecanismo de propagación simbólica de las historias contenidas en los evangelios y de las historias que hablaban de los mártires y cosas de esa naturaleza.

Al intentar resumir en esta dúctil crítica combinada de especulación y técnicas investigativas poco ortodoxas, los rasgos destacados de la historia la pintura y la escultura colombiana en el siglo XIX, no encuentro excusa para dejar de mencionar como primordiales paisajistas, técnicos, instruidos, convencionales en la calidad artefactual y la ausencia de concepto personal a Roberto Páramo y Andrés de Santamaría. De Santamaría se dice que fue un sobresaliente apasionado por las en ese entonces, nuevas tendencias, y que pasó su vida entre Francia y Bélgica. Que por lo tanto se situó en una óptica muy distinta. Se trata pues con Santamaría de un caso raro y excepcional, y muy complejo. En su obra, según los criterios de autoridad que me posibilitan hacerme una idea de su propuesta, toman presencia las corrientes posmodernistas, entonces casi nada conocidas en el territorio colombiano, cuyo nuevo contexto se encuentra determinado por los conflictos generados por la rapiña de los beneficios políticos.

De la obra de Santamaría puede decirse con poco margen de error que peregrina por una brecha por la que empezaron a transitar con familiaridad el asombro mudo del impresionismo y se desplegaron las intensas, manifiestas, vivas y simbólicas fuerzas del expresionismo, y que la violencia agresivamente colorida del fauvismo pudo ver la luz en tierras amérindier, creando una obra bastante incomprendida por estos lares, lo que no sorprende dado el antecedente de notable indiferencia española en casi todos los sentidos, por estas tierras que al parecer resultaban tan poco atractivas para los intereses políticos y culturales de la corona por una parte, y por otra el carácter predominantemente católico y la hegemonía conservadora que empezó a regir a principios del siglo XX, luego de una cruenta guerra civil, la llamada guerra de los Mil Días, con lo cual nada de aquel lenguaje plástico por el que hablaba el pensamiento occidental podía ser percibido con la suficiente disposición.


A Santamaría pues, se le ha considerado uno de los primeros modernos, ciertamente sombreado por una particular forma de exilio. La investigación acumulada también logra atinar abundantes referencias de la participación de otros gestores de la emancipación creativa hacia vertientes más modernas, con lo cual se hace inexcusable dejarlos de mencionar, lo cual probaré hacer sin intentar ningún comentario particular sobre sus respectivas obras, básicamente por mis epicúreas lagunas estudiantiles, alguno se me podría escapar por esa misma razón: Pablo de la Rocha, Francisco Antonio Cano, Ricardo Moros Urbina, Ricardo Borrero Álvarez, Salvador Moreno, Eugenio Peña, Jesús María Zamora, Domingo Moreno Otero y Alfonso González Camargo en quien, si no se me escapa, parecieron haberse insinuado (y haberse frustrado) los aires de una renovación y una profundidad en el desarrollo de los motivos o cuestiones de la composición.

¿Qué se prepararía, concebiría o desarrollaría en el charco social que he planteado? Como mínimo una confluencia de estilos y situaciones logísticas de producción, lo que para el caso colombiano, dado algunos fenómenos idiosincrásicos como la tendencia indiferente del indígena de este territorio por crear formas de expresividad monumentales, el aparente desinterés de las culturas prehispánicas por la creación plástica fuera de los ambientes de la orfebrería; incluso la marcada sencillez del desarrollo espacial de las comunidades precolombinas, viene a verse "reducido" a unas formas de mestizaje que paulatinamente se fueron diluyendo, básicamente por la llegada de algunas muestras venidas desde España y que sirvieron para configurar, rehacer y condicionar un poco el desenvolvimiento improvisado, anecdótico, espontáneo y hasta humanizante si se quiere de las cosas que se habían producido hasta más o menos mediados del siglo XIX.



En todo caso un vasto cúmulo de aspectos estéticos que podrían contarse como únicos en analogía a todo lo planteado y hecho en Iberoamérica con relación a la pintura y la escultura, particularmente la primera. Aunque también podría decirse que existe lo suficiente, ó que no existe, como para plantearse un posible retroceso de lo pictórico en relación con las obras oriundas del continente, aquel reflujo de ensambles sugestivos que evidencian los grados de intimidad del pintor con los sujetos (y los hechos). No obstante puede también reflexionarse ampliamente en que aquella etapa creativa si se quiere, resultó una caracterización muy bien lograda, con abundantes muestras de gracia e ingenuidad. Esa época a la que me he referido difusamente, posee en mi sentido de la apreciación, un valor documental más bien ilustrativo que conduce a pensar en las señas e índices que, con pretensiones de objetividad, establecen los recursos, fundamentos y escenarios propios de la Historia.

Doy cuenta de que hoy por hoy la tendencia a destacar solemnemente una determinada imagen, la ausencia de lenguaje sofisticado, de magnificencia exterior, de presunción pomposa, la parquedad usada para resaltar elementos representativos de dignidad, preeminencia y realce de las condiciones sociales, por ese entonces identificadas como condiciones honorables, de autoridad, ejemplares o simplemente establecidas, son todavía asuntos a los que se recurre a la hora de mencionarse la posible condición heredada de nuestro arte nacional y de sus actos contextuales de legitimación. Me parece que tal aproximación es posible hasta donde alcanzo a entender. Por otro lado no deja de ser interesante que aquellos modos de hacer arte a mediados del siglo XIX, se identifiquen con una cuestión de desarrollo de la imagen sicológica, probablemente un intento por suplantar la realidad, un anhelo de representar falsamente los modelos que se imponían mediante una actitud centrada en la creación de personajes, comportamientos, dioses y autoridades.

Pero ésta si existe es quizás una tendencia más marcada en eso que me he dado en llamar la segunda posible oleada, aquella en la que se implantan los argumentos de la teoría estética europea, en la que se piensa que se disolvieron algunos de los maravillosos recursos de la inventiva espontánea, para acabar cultivando formas culturales de un arte mucho más referenciado por una metodología y unas técnicas vagamente renacentistas, generalizadas de alguna manera gracias al alcance que tuvieron los esfuerzos de la corona por homogeneizar culturalmente las creencias de los pueblos descubiertos y conquistados. La pintura y la escultura como formas ilustrativas de los fenómenos que hoy llamamos sociales, también repuntaron las difusas concepciones del apenas insinuado nacionalismo.

Con respecto  las representaciones figurativas de la escultura concretamente, parece haber cierto consenso en que de alguna manera se vio arrebatada por las visiones claroscuras, brillantes, sensuales y desordenadas -con relación a lo clásico de los diversos barrocos, incluyendo el contrastado “barroco iberoamericano” por decir algo-, reflejando ese cúmulo de tensiones entre lo tácitamente natural y lo teóricamente espiritual que le era tan propio. También en ese sentido habría licencia para mencionar con cierto énfasis, que la escultura estuvo marcada por pretensiones representativas provenientes de las prácticas mística cristianas, el sincretismo religioso y las experiencias mitológicas de aquél escenario ambientado con cruces forjadas en piedra y metal e ilustraciones coloridas de una fe que había encontrado en la expresión gráfica una herramienta muy sólida para el adoctrinamiento de la miserable masa analfabetizada.

Aunque no tengo modo de decir de qué forma participaron la pintura y la escultura en las empresas emancipadoras o si lo hicieron, puedo encontrar evidente que al dar origen al retratismo, al costumbrismo y al paisajismo como formatos de tratamiento extendidos, todo lo que sobrevivió representa mucho del gusto y la afición de la burguesía en aquel tiempo denominado el siglo del realismo naturalista. Como la burguesía, que según los designios de la Historia, fue la ralea que ascendió al poder político como resultado mismo de los movimientos de independencia, también marcó la pauta en el mundo de las representaciones pictóricas y figurativas, me atrevo a sospechar que en aquellos formatos de tratamiento se deben de reflejar muchas de las marcas que definieron a las revoluciones en América, como la exhibición de aspectos superficialmente populares y cosas por el estilo, desde luego nada de esto es concluyente y sólo expresa mi afición por especular.

Haciendo acopio de una sinceridad hipotética puedo confiar que llego a estas cuasi conclusiones a través de la influencia de algunos efectos convencionales de origen académico, basándome en los discursos analíticos que me han cobijado a lo largo de ociosos años de interés amateur, creo advertir una influencia más notable de alusiones al fervor piadoso en el caso de la escultura. Este aspecto particular con relación a la pintura y en una medida proporcional en la que los temas que se suelen explorar en ella estuvieron marcados por la observación de las organizaciones civiles, encuentro el argumento de que su legado resulta bastante pobre con respecto a sus grados de producción, en sentido relativo a la cantidad claro está.

Y con este tipo de conjeturas quizá demasiado apuradas, que afinan el presente compendio de alusiones se suele hacer recurrentemente una respetuosa venia al destacado taller de los Martínez, generador de “composiciones” virtuales e improvisadas, de gran angustia contenida y simpática recursividad, también se señala vastamente como uno entre los academicistas formados en Europa, al notable Marco Tobón Mejía, discípulo de Rodin, quien la pasaba de maravilla en el ambiente francés de la época. Se asegura, a manera de otro comentario circunstancial, que fue un digno representante de todo lo que aquí queda dicho y de mucho más. Otros dignos de mención, que cuentan quizá con el crédito del Museo Nacional de Bogotá y que no deben dejarse al margen respondieron a los nombres de Roberto Henao y Gustavo Arcila, autores de un gran dominio de las formas según se reseña, y gestores de esa visión academicista que terminó marcando nuestra entrada tardía a la antesala de las formas de expresión del arte imponente y representativo del siglo XIX europeo.