LEVIATÁN
Las palabras tronaban en el pánico
del aire, como fúricas codicias iniciadas en la infinita embriaguez de una
gesta transitoria, franqueada de generación en degeneración en inagotables
sucesiones de eras; los juramentos soporíferos y las amenazas pretendidamente
balsámicas, enardecían la pequeña muchedumbre en que se aglutinaba el fragor
léxico, manteniéndola en vilo, suspendida en la métrica infinita de una ruta
indescifrable, aguijoneada en fétida obcecación por sulfúricos acentos, como si
tuviera que sobrellevar, constreñida en la brutal mansedumbre de los elementos,
el bautizo de una tempestad iracunda, bajo el medroso fortín de extravagancias
provisorias a que las frágiles entidades apalean, cuando acarreadas por alguna tácita
obsesión de permanencia, ceden al cortejo distintivo del conjuro, según fatídicos
e insondables pareceres, a cual más suplicantes, tan propicios entre alientos que
incapaces de entender, se advierten empuñados por la fuerza incorpórea de una prescripción
irremediable, que quizás los obligue a invocar presencias invisibles, que perciben
ocultas sobre todo aquello que se desconoce. Las palabras tronaban en el pánico
del aire, incomodando acaso los perceptivos dones de las entidades displicentes,
que apartadas del hervidero mundano en algún lugar sin distancias ni tiempo, quién
lo sabe con certeza, se consagran tal vez al sereno escrutinio de las osadías impalpables,
que proliferan por el universo como metáforas divinizantes.
Propenso a examinar los fenómenos fugaces
que gobiernan las equívocas usanzas que a veces configura la materia, acude
discretamente una espectral curiosidad, y en tanto que despliega en una
exhalación repentina de ciclos ordinarios, su repaso inmemorial de los rasguños
verbales enunciados a lo largo de un bostezo eterno, tanteando en un dialecto
adjetival de facturas indigentes, cree arrebatar de entre la cólera de voces,
calcinados homenajes de un tiempo más obsequioso y ya extraviado, a qué
negarlo, en fantásticos trayectos de instintiva suculencia. El denuedo
extravagante con que se arrostra el vehemente favor protocolario, no agobia de
manera irremediable, sin embargo, el afable beneplácito de la impávida presencia,
pues las anomalías manifiestas de la obstinación terrena, se aprecian mejor en
el discreto abandono de una plausible inexistencia. Así, el flemático albur atisba,
inquisitivo, desde las comisuras de una danza peregrina, merodeando con
frecuencia sobrehumana la perspicacia de lo incognoscible. En torno al
irrelevante sacrificio, que parece presto a tolerar mayores apogeos, se
desencadena un resplandor precipitado, el auge intemperante de un convenio de
agonías.
Y aunque la presencia que los
escruta se encuentra más allá de esas ruines alharacas, que se extienden sobre
los incautos confabuladores, como si existiesen entre lóbregas serpientes
ilusorias, de terrores y delirios implorados, tan conciliadores e indulgentes
como severos y envilecidos, por la condescendencia atropellada con que esos extraños
especímenes, subyacentes de tradicional fatiga y enajenados con la trepidación
de sus conciencias reptantes, se adjudican el eximio artificio de la
supervivencia, marcada con servil premura en la transmigración indeleble de sus
pavesas fecundacionales, de igual forma es plausible sospechar que en su despreocupada
permanencia, alguna simpatía se encuentre dispuesta a ser desperdigada, en esa
indefinible entidad que los observa y de la cual se sustraen casi por completo,
casi sin quererlo. Las palabras truenan, ya no en el pánico del aire, que ahora
reposa anegado de una existencia menos perecedera que el habitual escamoteo de
los terrenales; truenan también en las difíciles periferias que circundan un
espacio más distante, un ambiente impensado que cautiva o acoge desconocidas
complacencias, truena la voz que le confiere su hálito, como si en su apuro, pretendiera
dispensar con cada oquedad significante, la porción del mundo que desborda su neófita
incertidumbre, a pesar de los cuatrocientos siglos de precaria coexistencia
interrupta.
Truena la voz y lapida el
diplomático estoicismo del instante, mientras el eco de los últimos vocablos
rugen, abatidos en el oleaje indeciso de una doctrina pedestre y descuidada, quizás
sustituyendo en su iracundo letargo, la insospechada migración de nuevas e
inconcebibles presencias no menos escrupulosas y tan inadvertidas como irreales,
que la entidad no se atreve, acaso, a indagar más allá de lo debido. ¡En el
nombre de Jesús, sal! Y por un relámpago de instantes en temerario libertinaje perentorio
y perpetuo, que podría abarcar discretamente a todo el orbe conocido y por
conocer, la espectral curiosidad no consigue eludir, a sabiendas del
significado espontáneo que toda entidad de naturaleza extraterrena, daría en sortear
sin falta y a expensas de la precaria y más reciente ascendencia civilizacional,
la visión exótica de un oblicuo designio de abstracción, que descuella en la postura
sinuosa del recipiente doméstico, que duerme al amparo del aliciente inmediato,
despojado ya del artificio que alguna vez ostentara, en los temerarios
comienzos de la humanidad, en la modesta repisa del contorno circunscrito que
los humanos suelen llamar, con astucia y sobriedad, el comedor.
Allí permanece unos instantes la
impasible majestad, con la contemplación derrochada en ese objeto trashumante, que
ha visto ir y venir en las centurias más recientes, las que han sufrido el
menoscabo de la fragilidad, en un mudo interés por admirar la vida que vigila,
sabiéndose capaz de vislumbrar sin esfuerzo, las más recónditas y alejadas
corrientes siderales, que suelen gravitar en el acantilado de una frondosidad
más interesante y encantadora, al menos más real. La presencia indiscernible a
la postre se va, declinando el insuceso en pos de instancias más esenciales, dejando
a los humanos con sus parquedades de ultratumba; una antigua certeza suspende
su partida en el pánico del aire, que una vez más se resiente desgarrado por la
fatalidad de la voz atronadora, ¡Debo estar perdiendo el sentido del ingenio!,
alcanza a oír el aire corroído de exigencias, en un susurro que nadie más
repara, antes de atomizarse nuevamente con los ruegos afligidos del suplicio
persistente, abrumado de presagios añadidos y a reducto de triviales sortilegios.
Cesa el ruego, se ensombrece un poco más el escrutinio del espanto pero ya no
hay entidades que contemplen, hasta ellas tienen un límite para el
aburrimiento, y con el último ruego de la intemperante súplica finaliza la fragosa
expiación, rebasando en dúctil runa las endechas inflexibles, que atestiguan sin
excesivos escrúpulos el jubiloso equilibrio desencadenado, cuando se sabe que
el trabajo se ha cumplido con vigorosa y fundamentada arbitrariedad, ¡Aleluya, camaradas,
el diablo ha sido expulsado!