Algunas iniciativas son respetables por su ingenuidad, no
en el sentido que ofrece un idealismo implícito, más bien en el de una casi
incomprensible trivialidad. Brotan con la tímida pericia de cualquier genealogía,
con el osado arrebato de un chispazo iniciático, augurando la oportuna
llamarada que aún precisamos para nuestra permanencia, por ahora vagamente
insólita pero insólita al fin y al cabo. Amenazan con dulzura fructificar y
rendir tributo al artificio, en un ambiente de íntegra adulteración. Es de
esperarse que en principio toda idea referente a las aglutinaciones y fundamentalmente
a ese voluntario reducto del salvajismo subyacente, que podría llamarse los ensueños
de identidad, resulte cuando menos ridícula, sin embargo se trata de prótesis a
las que todavía nos encontramos vinculados sin mucha posibilidad de avanzar por
nuestra cuenta, por lo que en vez de prótesis las llamaremos, como suele
hacerse, herramientas sociales.
Hasta donde se presume que puede alcanzar el entramado de
una evidencia más o menos bien fundamentada, no parecen existir bases teóricas,
al menos lo suficientemente firmes, para respaldar el vigor de las metáforas procedimentales
emanadas por nuestra paradójica perspicacia, que algunos filósofos del lenguaje
emplazan con no poca sensatez, en una poderosa habilidad lingüística, que
parece haberse desarrollado para delinear sutiles apreciaciones insostenibles de
una lógica seudo-conceptual, a falta quizá de mejores luces o un exceso de
confianza en el fenómeno que envuelve la práctica de la reflexión, una
habilidad por demás casi siempre extravagante, si bien extendida a la mayoría y
todo lo que se nos antoje, aunque de alguna forma anexada al automatismo pre-posmoderno
como hábito desfigurado por la conducta, y que estampa en la dudosa conciencia
colectiva, recoveco sociológico, no pocos preciosismos horripilantes.
Ya que el espejismo de la razón parece traslucir la
ausencia de una base firme, algunas inventivas no tienen otra opción que flotar
a la buena de la deliberada incertidumbre, entre el refinamiento propagandístico
de los valores nacionalistas y la templada inestabilidad originada por otro oscurantismo
tremendamente bien usufructuado, todo en el mismo recipiente, pues si parece
haber causa susceptible de lucir administrada con sediciosa maestría, esa puede
ser la ignorancia, y ello no en modo alguno patrimonio exclusivo de una sola
nación, es decir, una especie de fisonomía de la globalización, algo así como un
carácter artificioso, dentro de otro carácter artificioso, uno y otro con tangibles
y a veces apócrifas pretensiones de legitimidad.
No obstante al intentar superar esa primera impresión de
ridiculez desfachatada, el ánimo entusiástico de un remanente autóctono asume
la responsabilidad de considerar, fuera de toda duda razonable, la enorme
riqueza de talento y derroche de personalidad que estaría a nuestra
disposición, y a unos cuantos clics, para estimar el derrotero legatario capaz
de hinchar nuestros tórax, además del smog, de una sana dosis de engreimiento.
Y es brutalmente irrefutable, no carecemos de vínculos que nos estrechen en la filial
arrogancia de nuestra esforzada estirpe, tan abundada de efervescencias nacionales
como de legionarias fermentaciones a cual más deferentes. Se encuentran diseminadas
por todos lados, tanto a la luz de la justicia como a la sombra de la legalidad.
Y todo ese dinámico baluarte de cualidades no hace más que recrudecer la
contradicción, pues ¿quién se mostraría capaz de personificar tan enorme competencia,
encarnando además la febril magnitud de todas aquellas potencialidades aún por declarar?
Ya que nuestra exposición de tan incontinentes virtudes aún
se encuentra parcial y austeramente desplegada, como cabe esperarse de cualquier
virtuosismo en ciernes, se trata sin lugar a dudas de una empresa que sólo
nosotros podríamos llevar a cabo. Así que ya entrados en generalizaciones, ¿por
qué no proponer por ejemplo, como admirable arquetipo de nuestra bien aprovisionada
y muy fecunda idiosincrasia, al insigne favorecido de los irrevocables más de
cien años de historia constituida?, es decir, a ese representante del
anacronismo póstumo y becario del repudio a cualquier forma demasiado accesoria
de frívolo reconocimiento, y que hoy podríamos identificar como desarraigado
geopolítico, mal conocido en la actualidad con el apelativo inexacto de
desplazado social. No se me escapa que la caprichosa campaña persigue beneficiarse
de un blasón con nombre propio, pero si se lo considera con un poco de sensata
y hondonada cordura, qué mejor que el beneficio de una identidad ya establecida
y a contrapulso de un poderoso ahínco ejecutante.
Vamos por partes. ¿Qué trayectoria puede ser más larga
que la del desarraigado? No sólo en kilometraje, la hazaña se remonta, con un
poco de coraje patrio, hasta los tórridos y firmes estribos fundamentalistas de
un embarazoso federalismo republicano, que dividió la naciente autonomía en una
moneda de dos sellos más o menos iguales, en términos del entusiasmo fratricida
que caldeó entre algunos corazones inconformes. Ese salario acuñado en los
tempranos inicios de nuestra naciente quintaesencia de país, continúa hasta
nuestros días y sirve, como en tiempos del albor profano de otra cultura a la
par de nuestros mejores crisoles, para velar por el sagrado derecho de los
mortales a sufragar el viaje hacia los sobrenaturales senderos de la gracia sublime.
Poso de fatalidad es el recreo aleatorio de un coraje mal encaminado, en todo
caso nada de qué avergonzarse que no pueda ser señalado en los demás congéneres
y quizás bajo su inexcusable influencia.
En cuestión de valores, ¿cómo cuantificar el enorme contorno
de una tasación que hoy podemos admirar, henchidos de un exótico gozo tropical,
en algunas de las más prestigiosas familias de serena trascendencia, que con prodigalidad
de esmero y sacrificio lo han agenciado desde entonces? En ese sentido su
legado vive de manera abnegada como una ofrenda benefactora, más allá de las
inmolaciones y padecimientos que suelen ser comunes en el trayecto de cualquier
civilización. Un devoto comedimiento que, cuando menos, debería resultar
suficiente para despertar el respeto por tanto mártir rendido subrepticiamente por
una exaltación tan osada, que sólo puede compararse con la grafía de una nobleza
anónima. Nuestro orgullo debería manar a borbotones, con la misma esplendidez
con que ha chorreado por esta buena tierra de colosos, la titánica vastedad de aquél
probo océano de fluida exaltación y en las más rudas condiciones de un auténtico
cáliz propiciatorio; sin trabajo, sin comida, sin jurisdicción, sin esperanza, pero
con fe en las potestades invisibles, es decir, una versión altruista,
quijotesca, holocáustica, e incuestionablemente liquidada de nosotros mismos.
El espíritu prócer en potencia del desarraigado vincula,
si bien en una condición que resulta subrepticia, nuestras más estrechas transacciones
con la magnificencia, pues del mismo modo que somos una sociedad de grandes
contrastes, sabemos proyectarnos en medio de las cuestiones más incongruentes,
aunque se tenga que apelar en algún momento a procedimientos contradictoriamente
vinculados con un arrojo provocador y a veces, cuando no provocativo, convulsamente
revolucionario. Y puesto que su arte es la supervivencia, no podemos dejar de
sentirnos halagados en nuestro fuero interno, por disfrutar las prerrogativas emergentes
de un potencial creativo, con tal voluntad de peregrinación hacia el mísero
cadalso que nos separa de la gloria. Por si fuera poco, no haríamos honor a
nuestro opíparo capital sobrehumano, si desdeñamos la venia que cualquier deportista bien entrenado haría,
ante la homérica indomabilidad de atravesarse el territorio de pasta a pasta, para
aludir temerariamente a cierta trascendencia que parece tener, algunas veces, la
rumbosa savia del efímero trayecto que llamamos vida.
Incluso hay poesía en todo ello, atormentada es cierto,
como toda inspiración que se presuma fronteriza a lo irrevocable, ¿qué más
aporte nacional?, ¿qué mejor ejemplo de genio y en tan vigente dimensión
empoderada, que sitúa el margen del error en la propia carne viva, anteponiendo
el sosiego corporativo a los sucios intereses particulares? Si en un principio me
pareció que la propuesta resultaba más bien gazmoña, ahora debo apelar al
juicio reflexivo y máxime cuando no faltará el despistado que le dé por
proponer, entre algunos inspirados candidatos, sin embargo fragmentarios y en
trance depurativo para lo que nos convoca, afiliados sin suficiente criterio al
difuso asperón pre-posmoderno que, por otro lado nadie parece entender del todo
bien. En un balance íntegro, justificable hasta donde cabe imaginar. Por ello y
porque en aras de la permanente autocorrección que reescribe nuestro pasado a
la luz de los nuevos descubrimientos, se empieza a apreciar que nuestra nación
nombrada en honor a un infundado pionero, además se predispone a desposeer su legendaria
precedencia, derivo en la opción del desarraigado.