La condición

La condición

sábado, 2 de marzo de 2013

CUENTO EXPRESS



LEVIATÁN

Las palabras tronaban en el pánico del aire, como fúricas codicias iniciadas en la infinita embriaguez de una gesta transitoria, franqueada de generación en degeneración en inagotables sucesiones de eras; los juramentos soporíferos y las amenazas pretendidamente balsámicas, enardecían la pequeña muchedumbre en que se aglutinaba el fragor léxico, manteniéndola en vilo, suspendida en la métrica infinita de una ruta indescifrable, aguijoneada en fétida obcecación por sulfúricos acentos, como si tuviera que sobrellevar, constreñida en la brutal mansedumbre de los elementos, el bautizo de una tempestad iracunda, bajo el medroso fortín de extravagancias provisorias a que las frágiles entidades apalean, cuando acarreadas por alguna tácita obsesión de permanencia, ceden al cortejo distintivo del conjuro, según fatídicos e insondables pareceres, a cual más suplicantes, tan propicios entre alientos que incapaces de entender, se advierten empuñados por la fuerza incorpórea de una prescripción irremediable, que quizás los obligue a invocar presencias invisibles, que perciben ocultas sobre todo aquello que se desconoce. Las palabras tronaban en el pánico del aire, incomodando acaso los perceptivos dones de las entidades displicentes, que apartadas del hervidero mundano en algún lugar sin distancias ni tiempo, quién lo sabe con certeza, se consagran tal vez al sereno escrutinio de las osadías impalpables, que proliferan por el universo como metáforas divinizantes.

Propenso a examinar los fenómenos fugaces que gobiernan las equívocas usanzas que a veces configura la materia, acude discretamente una espectral curiosidad, y en tanto que despliega en una exhalación repentina de ciclos ordinarios, su repaso inmemorial de los rasguños verbales enunciados a lo largo de un bostezo eterno, tanteando en un dialecto adjetival de facturas indigentes, cree arrebatar de entre la cólera de voces, calcinados homenajes de un tiempo más obsequioso y ya extraviado, a qué negarlo, en fantásticos trayectos de instintiva suculencia. El denuedo extravagante con que se arrostra el vehemente favor protocolario, no agobia de manera irremediable, sin embargo, el afable beneplácito de la impávida presencia, pues las anomalías manifiestas de la obstinación terrena, se aprecian mejor en el discreto abandono de una plausible inexistencia. Así, el flemático albur atisba, inquisitivo, desde las comisuras de una danza peregrina, merodeando con frecuencia sobrehumana la perspicacia de lo incognoscible. En torno al irrelevante sacrificio, que parece presto a tolerar mayores apogeos, se desencadena un resplandor precipitado, el auge intemperante de un convenio de agonías.

Y aunque la presencia que los escruta se encuentra más allá de esas ruines alharacas, que se extienden sobre los incautos confabuladores, como si existiesen entre lóbregas serpientes ilusorias, de terrores y delirios implorados, tan conciliadores e indulgentes como severos y envilecidos, por la condescendencia atropellada con que esos extraños especímenes, subyacentes de tradicional fatiga y enajenados con la trepidación de sus conciencias reptantes, se adjudican el eximio artificio de la supervivencia, marcada con servil premura en la transmigración indeleble de sus pavesas fecundacionales, de igual forma es plausible sospechar que en su despreocupada permanencia, alguna simpatía se encuentre dispuesta a ser desperdigada, en esa indefinible entidad que los observa y de la cual se sustraen casi por completo, casi sin quererlo. Las palabras truenan, ya no en el pánico del aire, que ahora reposa anegado de una existencia menos perecedera que el habitual escamoteo de los terrenales; truenan también en las difíciles periferias que circundan un espacio más distante, un ambiente impensado que cautiva o acoge desconocidas complacencias, truena la voz que le confiere su hálito, como si en su apuro, pretendiera dispensar con cada oquedad significante, la porción del mundo que desborda su neófita incertidumbre, a pesar de los cuatrocientos siglos de precaria coexistencia interrupta.

Truena la voz y lapida el diplomático estoicismo del instante, mientras el eco de los últimos vocablos rugen, abatidos en el oleaje indeciso de una doctrina pedestre y descuidada, quizás sustituyendo en su iracundo letargo, la insospechada migración de nuevas e inconcebibles presencias no menos escrupulosas y tan inadvertidas como irreales, que la entidad no se atreve, acaso, a indagar más allá de lo debido. ¡En el nombre de Jesús, sal! Y por un relámpago de instantes en temerario libertinaje perentorio y perpetuo, que podría abarcar discretamente a todo el orbe conocido y por conocer, la espectral curiosidad no consigue eludir, a sabiendas del significado espontáneo que toda entidad de naturaleza extraterrena, daría en sortear sin falta y a expensas de la precaria y más reciente ascendencia civilizacional, la visión exótica de un oblicuo designio de abstracción, que descuella en la postura sinuosa del recipiente doméstico, que duerme al amparo del aliciente inmediato, despojado ya del artificio que alguna vez ostentara, en los temerarios comienzos de la humanidad, en la modesta repisa del contorno circunscrito que los humanos suelen llamar, con astucia y sobriedad, el comedor.

Allí permanece unos instantes la impasible majestad, con la contemplación derrochada en ese objeto trashumante, que ha visto ir y venir en las centurias más recientes, las que han sufrido el menoscabo de la fragilidad, en un mudo interés por admirar la vida que vigila, sabiéndose capaz de vislumbrar sin esfuerzo, las más recónditas y alejadas corrientes siderales, que suelen gravitar en el acantilado de una frondosidad más interesante y encantadora, al menos más real. La presencia indiscernible a la postre se va, declinando el insuceso en pos de instancias más esenciales, dejando a los humanos con sus parquedades de ultratumba; una antigua certeza suspende su partida en el pánico del aire, que una vez más se resiente desgarrado por la fatalidad de la voz atronadora, ¡Debo estar perdiendo el sentido del ingenio!, alcanza a oír el aire corroído de exigencias, en un susurro que nadie más repara, antes de atomizarse nuevamente con los ruegos afligidos del suplicio persistente, abrumado de presagios añadidos y a reducto de triviales sortilegios. Cesa el ruego, se ensombrece un poco más el escrutinio del espanto pero ya no hay entidades que contemplen, hasta ellas tienen un límite para el aburrimiento, y con el último ruego de la intemperante súplica finaliza la fragosa expiación, rebasando en dúctil runa las endechas inflexibles, que atestiguan sin excesivos escrúpulos el jubiloso equilibrio desencadenado, cuando se sabe que el trabajo se ha cumplido con vigorosa y fundamentada arbitrariedad, ¡Aleluya, camaradas, el diablo ha sido expulsado!

jueves, 15 de noviembre de 2012

La danza de las cañas cortantes



Liliana Montes interpreta "Aguacerito llové" del álbum "Corazón Pacífico"




La danza de las cañas cortantes





Cierto día encontré un duendecillo, era de noche, pensé que era un elfo por su tamaño, su estatura era mayor de lo que yo le atribuía a los duendes, por demás, me los había imaginado tan pequeños y livianos que podrían reposar pausadamente, sobre una delgada rama sin romperla y con el único peligro de ser devorados por una serpiente o algún otro bicho semejante. Una vez también vi un hada volcada sobre una silla, parecía que no entendía qué le había pasado. Estaba al revés y no podía remontar el aire. En fin, que eso es otra historia; el duendecillo me invitó a casa de un mago a donde no quería llegar sólo. Yo ni corto ni perezoso le dije que sí, pues lo encontraba interesante y no recordaba esa noche el renacuajo paseador.

Antes de salir de la ciudad, ya que el mago vivía en las afueras, en una montaña de tierra fragante a sol y bosque tropical, tal vez un hormiguero, hicimos una parada en una especie de centro comercial que yo no conocía, para comprar vinagre y pastel pues no queríamos llegar con las manos vacías. Claro que a mí apenas si se me había ocurrido, no soy de ese tipo de reliquias socializantes, y aunque no llevaba ningún dinero superpuesto, transbordamos todo porque el duendecillo tenía un maletín mágico, o eso me pareció, que seguramente otro o el mismo mago le había regalado, por ser duende me imagino.

Cuando llegamos todo estaba en silencio y en oscuridad, pero una vez llamamos al portón de rejas que custodiaba un pequeño jardín, se prendió una lucecita en el fondo y dibujó instantáneamente la fachada de una hermosa casita gigante. Luego apareció un ser mitad caballo mitad dragón, del tamaño de un perro grande y hacía algo parecido a un rugido ladrado. Pensé que era el mago, luego mi cerebro se sonrojó por la ingenuidad pues del fondo de la luz, salió el personaje más alto que en la distancia se me haya aparecido. Debió ser la luz pues cuando nos aproximamos apenas era más alto que yo, con arrugas en la frente y una sonrisa que yo describiría brevemente, como la más cosmopolita que haya examinado en mi vida hasta ahora.

Parecía feliz de vernos aunque algo sorprendido. Nos invitó a sentirnos como en nuestra casa con la condición de que nos descalzáramos, y luego nos invitó a comer y para tal fin se dispuso la mesa, su cocina que no quedaba lejos, parecía una biblioteca de especias y frascos de todos lo colores, una especioteca, pero no tocó ninguno de aquellos pomos, sino que abriendo la despensa, ya estaban listas las ollas con comida recién cocinada. El vino que nos sirvió era picante; dijo que era de un árbol de la selva tropical, de un árbol, eso recuerdo. Yo me repetí dos veces, siempre he sido de buen comer. Cuando estábamos relajados por el peso de la comida, el mago puso música en su estéreo, era pulcrísima –es Liliana Montes -me dijo-, es una mujer bellísima.

Mucho después comprobé que el mago tenía razón, aunque en el momento sólo podía pensar que poseía buen gusto. Mientras la música sonaba con el delicado entusiasmo del reconocimiento, el mago y el duendecillo se pusieron a fumar. Los magos no fuman tabaco, fuman té, un té que maceran previamente en vinagre y que luego ponen a secar. Desde luego que probé, el humo me rodeaba, fue lo más dulce que había probado en mucho tiempo, fuerte pero relajante y con sabor a miel de canela. Noté que hacía cada vez más frío y aparte de nosotros y de la música, sólo eso parecía anunciar la presencia del tiempo en esa noche cerrada de sonidos, como dormida en su propia plenitud.

De pronto el mago trajo unos sobretodos parecidos al suyo pero un poco más pequeños, supongo que para conservar las proporciones de autoridad, eso fue lo que se me ocurrió. Ya no tenía frío y cuando mi cuerpo recobró el calor entonces pude oír los rumores de la noche y una especie de aleteo rápido en el aire, cuyo eco se desplazaba por la lejanía del jardín, surcando las empinadas cuestas del pasto apenas sacudidas levemente por el viento. Cuando observé bien, con los oídos quiero decir, pude entender que el aleteo no era otra cosa que un lenguaje desconocido que hablaban el mago y el duendecillo. El aleteo del mago parecía más fluido pero sin duda estaban conversando.

Cuando notaron que yo me había dado cuenta empezaron a traducirme y finalmente terminaron hablando en mi lengua. Según me dijo el mago es difícil resistirse a la deliciosa fluidez de aquél lenguaje -el lenguaje de los árboles –dijo-, el duendecillo asintió; que en más de una ocasión había cometido el capricho siendo grosero con sus invitados, que eran de todo tipo, procedencia y naturaleza. Justo en ese momento sonó una campanilla, la música cesó, el perro-dragón ladró y rugió, y por el jardín se vio aparecer una carroza blanca con una estela rosada, a manera de niebla, que la circundaba.

Llevaba faroles redondos y se detuvo delante de la casa del mago. –Clientes –dijo-, vinieron por una poción de frío, no tengo horario, les pido que me disculpen, han venido sólo hasta esta hora porque es la mayor temperatura que toleran y necesitan tener frío a su alrededor, son del norte –y señaló hacia el cielo. Como la casa era al mismo tiempo el taller, consideramos prudente salir un raro, no fueran a derretirse por nuestra respiración, por si no lo saben los duendecillos respiran calcinadamente. En ese momento el duendecillo se dirigió a la parte más florecida del jardín y supuse que quería estar sólo con sus aromas, todavía despiertos, o tal vez recién despiertos.

Yo por mi parte me ubiqué debajo de una palma enorme y me puse a ver las estrellas, cielo despejado en incontables estrellas. Desde allí podía ver al mago que hablaba aparentemente sólo, pues la puerta de su casa se había convertido en un portón del tamaño de la sala misma. Qué amplitud, pensé y entonces me pareció de lo más natural, ya que casi nunca me detengo mucho a pensar, fue cuando comencé a oír la deliciosa música que parecían respirar los árboles, eso, como si alguien les estuviera haciendo cosquillas a la oscuridad, habladurías de firmamento.

Una música sobre la cual no se puede guardar memoria. A decir verdad fue como si siempre hubiera estado ahí, revolviéndose por una fuerza extraña hasta ese momento, diré persuasiva, que conjugaba cada nervio de mi cuerpo y que lo instaba a balancearse con felicidad y una especie de ritmo interesante. Pero en cuanto quise ponerme a danzar un dolor terrible, vibrante y suspendido me detuvo. Sucedió que mientras estaba escuchando esa bella música, el pasto debajo de mis pies había despertado; no tenía como saber que era un pasto mágico, aún en las extrañas condiciones de mi estancia en ese lugar, es decir, este pasto se comportaba como si hubiera estado dormido; se mecía dulcemente al ritmo de la música.

Pero lo que me hacía daño era la fina pelusa al borde que tienen la mayoría de los pastos, sean mágicos o no, sólo que esta había crecido hasta alcanzar el tamaño de una pluma de águila. Mi miedo se vio contrastado con rudeza por la magia de la música, que me instaba a seguir bailando como si hubiera sido poseído por el espíritu de la alegría, ya que estúpidamente seguí moviéndome muy despreocupadamente, mientras bajo mis pies se iba formando una tibia apología al dolor, serpenteando tibiamente sobre el pasto estremecido. Lo raro es que podía apreciar ambas cosas a la vez; el placer de la música, el dolor de las pisadas sobre aquél prado de acero.

Así estuve un rato hasta que ya no pude estar en pie, luego recuerdo que me desperté en la casa del mago, me habían dejado sobre la alfombra de la sala con una almohada bajo mi cabeza. Una manta blanca envolvía mis pies, pero pese a mi desazón anterior, que más parecía un sueño en ese momento, no quise perturbar la comodidad horizontal en la que estaba; es raro que a los humanos les ocurran esas cosas, dijo el mago desde algún lugar, pero te repondrás. Mientras tanto yo todo lo que quería recordar era la deliciosa música invadiendo mi cuerpo, y sí, también las implacables espadas clorofílicas atravesando el alma de mis pies danzantes. Así fue como conocí a Liliana Montes, después tuve el privilegio de topármela entre amigos, por allá por el sur del país, donde por cierto también abundan los duendes.







martes, 16 de octubre de 2012

RELATIVE.net

 Una tarde cierto individuo sombrío de modales adustos, al que lo único que le queda es un endeble jergón húmedo de soledad, abandonado en el desván polvoriento de su linajuda mansión venida a menos, la frágil heredad de su lánguida ascendencia por un tiempo perdido en el hábito de postergar; una vista de Paris atenúa las nostalgias por esa devastadora percepción del tiempo, a la que están expuestos los mortales cuando la realidad se torna inexorable, vaciada ya de sus fardos de grotescas ensoñaciones, el distante rumor de las campanadas anega las volátiles partículas de la estancia, haciéndolas crujir con tierna indiferencia, trazando un perímetro imperceptible con los vibrantes escombros que rodean una existencia, aturdida ya por las oscuras reflexiones que provoca el desconcierto de la muerte.


 Let´s do it












 
El hecho de que no ocurra un complejo conjunto de situaciones pronosticadas con turbiedad, no quiere decir que tenga que ser provocado, pero suele depender absurdamente, del grado de credibilidad de quien pronostica, es decir, de su poder de tensión sobre la curiosidad social.
Posted by Picasa

lunes, 1 de octubre de 2012

migraciones y procedencias

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