Del cine se sabe o más bien se sospecha que presagia, que por lo
menos forja nuestra capacidad de asombro ante la afinidad de conjurar el tiempo
en una contingencia desfavorable a la desidia existencial, como sea que se
presente. De alguna forma el cine se instala en la fantasmagorización
desmesurada que nos caracteriza, y que a veces nos espanta, es por decir de
algún modo: especulaje sentimental.
De las ideologías se discierne, o más bien se recela, cuando se
puede, que las agruma el sentido inherente a sus menesteres estéticos, más bien
denticulados, y por lo general precisan ser embellecidas, no como quien urge
una vanguardia literal de exfoliage represivo, sino como al destajo de una
falsa insurgencia ostentada de despojos en relevo de relevo, y que un propósito
robusto les palpita las sienes: ideologizar.
De la realidad se sabe o a duras penas se entiende, que a veces
no compensa la aplicación con lo realizado, y que en ese desabrazo se suscitan
réplicas asaces de todo aquello que se teme, de todo aquello que se lee o se
percibe en clave de aprensión desmesurada, y que infringe decausas en todo
aquello que conjura el temor defecto en desmesura, si se lo coteja con la
singularidad relativa al contexto adyacente, es decir: no se sabe nada.
Imponderados argucios y en ausencia de un artificio autóctono, el
filme ocurre próximo al desasosiego cultural presumible, pues los recursos que
más consume son intelecto y experiencia, y estos suelen quedar consignados en
su presencia representada, aunque sólo sean palpables quince segundos de
fotogramas, pacto de confidencia que el cine apresta a respaldar como riesgo de
nacer ya crecido, si no en pleno uso de las facultades mentales, sí habilitado
para ocupar el espacio con abundante ponzoña entre los dientes.
Esta vez el cine nos toma por sorpresa con una historia que se
manifiesta avenenada de entre tanto entre tanto, una historia que nos adversa,
esta vez, con nosotros mismos. “Saltamos” a la pantalla con un bocado
anacrónicamente estrafalario y acaparamos lo que en el ritmo de las
contingencias se podría vituperar como estrambótico tropical, en lo que
concierne a sus peculiaridades y rarezas, que lo desbordaría en una especie de
lujoso espectral.
Un juego de luces y sombras que, en tanto deslumbra parece
hipnotizar, y que se encuentra en tránsito de desarraigo permanente, al tiempo
que apuesta por alguna desidia bien estructurada en entresijos fantasmales de carácter
mercenario, que raudos transitan cada sacudonada de pulsión ambivalente. La
lira continúa, extraviado su incesante deambular por las fronteras de lo
imaginario, donde habita todo lo que habita donde puede.
La bestialidad de las fieras se apaga, no así su alfombral
servidumbre; pero siempre es una apuesta a todo o nada en esa ciudad donde
según nos descuentan, se quedó a vivir el diablo y que para celebrarlo, agenció
la adquisición del primer vampiro cinéfilo de que se guarde memoria, y del que
según convencionalismos subyacentes, hoy se hará inadvertido su nombre pero no
su legado, cuando es ya de manía morir de vez en cuando y revolver alguna
víspera para enterarse qué ha pasado en pasado, peregrino escenario de un precoz
sub-presente.
En colectividades de empeño inviable se alumbran películas
contrahechas de lenguaje, y el cine se sacude y bailotea un rato como
reaccionando a un beep des-imprevisto, como si respondiera a un eufemístico
proto-boom de estética pre-posmo-dérmica. ¿Se alzará algún muerto con algún
vivo de entre los precipitados?, que el frenesí no ataje en todo caso, al menos
hasta que protubere el torne escondrijado de un albergue tan comedido como pocos
y tan infernal como ninguno.
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