La condición

La condición

martes, 3 de noviembre de 2015

Calilaboratorio de Cine













   
Del cine se sabe o más bien se sospecha que presagia, que por lo menos forja nuestra capacidad de asombro ante la afinidad de conjurar el tiempo en una contingencia desfavorable a la desidia existencial, como sea que se presente. De alguna forma el cine se instala en la fantasmagorización desmesurada que nos caracteriza, y que a veces nos espanta, es por decir de algún modo: especulaje sentimental.

De las ideologías se discierne, o más bien se recela, cuando se puede, que las agruma el sentido inherente a sus menesteres estéticos, más bien denticulados, y por lo general precisan ser embellecidas, no como quien urge una vanguardia literal de exfoliage represivo, sino como al destajo de una falsa insurgencia ostentada de despojos en relevo de relevo, y que un propósito robusto les palpita las sienes: ideologizar.

De la realidad se sabe o a duras penas se entiende, que a veces no compensa la aplicación con lo realizado, y que en ese desabrazo se suscitan réplicas asaces de todo aquello que se teme, de todo aquello que se lee o se percibe en clave de aprensión desmesurada, y que infringe decausas en todo aquello que conjura el temor defecto en desmesura, si se lo coteja con la singularidad relativa al contexto adyacente, es decir: no se sabe nada.

Imponderados argucios y en ausencia de un artificio autóctono, el filme ocurre próximo al desasosiego cultural presumible, pues los recursos que más consume son intelecto y experiencia, y estos suelen quedar consignados en su presencia representada, aunque sólo sean palpables quince segundos de fotogramas, pacto de confidencia que el cine apresta a respaldar como riesgo de nacer ya crecido, si no en pleno uso de las facultades mentales, sí habilitado para ocupar el espacio con abundante ponzoña entre los dientes.

Esta vez el cine nos toma por sorpresa con una historia que se manifiesta avenenada de entre tanto entre tanto, una historia que nos adversa, esta vez, con nosotros mismos. “Saltamos” a la pantalla con un bocado anacrónicamente estrafalario y acaparamos lo que en el ritmo de las contingencias se podría vituperar como estrambótico tropical, en lo que concierne a sus peculiaridades y rarezas, que lo desbordaría en una especie de lujoso espectral.

Un juego de luces y sombras que, en tanto deslumbra parece hipnotizar, y que se encuentra en tránsito de desarraigo permanente, al tiempo que apuesta por alguna desidia bien estructurada en entresijos fantasmales de carácter mercenario, que raudos transitan cada sacudonada de pulsión ambivalente. La lira continúa, extraviado su incesante deambular por las fronteras de lo imaginario, donde habita todo lo que habita donde puede.

La bestialidad de las fieras se apaga, no así su alfombral servidumbre; pero siempre es una apuesta a todo o nada en esa ciudad donde según nos descuentan, se quedó a vivir el diablo y que para celebrarlo, agenció la adquisición del primer vampiro cinéfilo de que se guarde memoria, y del que según convencionalismos subyacentes, hoy se hará inadvertido su nombre pero no su legado, cuando es ya de manía morir de vez en cuando y revolver alguna víspera para enterarse qué ha pasado en pasado, peregrino escenario de un precoz sub-presente.

En colectividades de empeño inviable se alumbran películas contrahechas de lenguaje, y el cine se sacude y bailotea un rato como reaccionando a un beep des-imprevisto, como si respondiera a un eufemístico proto-boom de estética pre-posmo-dérmica. ¿Se alzará algún muerto con algún vivo de entre los precipitados?, que el frenesí no ataje en todo caso, al menos hasta que protubere el torne escondrijado de un albergue tan comedido como pocos y tan infernal como ninguno.




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