La condición

La condición

viernes, 14 de octubre de 2011

La Calle Perdida

Hola Zarza, te envío el relato, creo que terminado, no es una copia de homenaje y, aunque no habla de nuestros momentos, creo que podría dedicártelo, porque tú has permitido que sea posible su lectura.

Todos los días me levanto con la posibilidad de la muerte, no que no sea una especie de destino compartido por todos, es decir, al igual que el resto del mundo tengo los días contados pero no sé cuántos son; pero fuera de eso mi existencia me resulta que se instala a grandes tramos, en un contexto que me lo recuerda constantemente, con un brutal histrionismo. Uno de los recuerdos transversales en mi vida es de aquellas épocas cuando viví en otros lados, es decir, cuando tenía la sensación de no estar donde realmente quería, me desbordaba un vacío que no me dejaba conciliar el sueño con facilidad, me resultaba “necesario” oír el sonido repercutido de las balaceras, su eco ensoñador de dictámenes precisos en el marchito cultivo de la subconsciencia habituada al horror cotidiano. Habría menos gente al día siguiente y a nadie le beneficiaba eso, pero por alguna razón me resultaba reconfortante el oír el estallido de la pólvora, casi como la sensación de saber con seguridad dónde estaba acechando "el mal" y que estaba fuera de aquel cubo en el que me escondía.

Ahora me avergüenzo un poco de ese sentimiento pues me resulta peligrosamente psicótico, pero era esa la realidad, aunque una minoría importante por dirigente, no quisiera prestarle atención y resultara beneficiándose de ello. Pienso a veces en unas palabras que Carlos Mayolo tal vez diría muchas veces  “…a mí me entregaron un país destrozado, yo me crié entre cadáveres…” Sin descartar que la frase pueda tener innumerable variedad de contenidos metafóricos, yo podría decir lo mismo, y hasta un poco más si se descarta por un instante la reflexión de la metáfora. Ya que los caminos solían ser estrechos en algunos tramos, pasaba por encima de ellos rumbo a la escuela o al ir a visitar a mi mejor amigo para cumplir con la cita, tácita, de cazar algunas lagartijas (vivas, pues de alguna manera tuvimos, en medio de tanta sangre empolvada, una suerte de conciencia ecológica). Y sin embargo, los dos estaríamos registrando hechos completamente distintos, casi ajenos entre sí, como los hermanos míticos de tanta antigüedad violentada de sentido. Los dioscuros Cástor y Pólux.

Una vez, estando de paso por Bogotá fría y lluviosa, y como acostumbrara caminarla a campo traviesa siempre que la visitaba, me aventuré por sinuosos pasajes de gastada arquitectura, los cuales encontraba mientras la contingencia de las calles me iba proporcionando esquinas, embocaduras y muros arqueados, fue por la fecha del Festival de Teatro, yo había salido de uno de los conversatorios con el ánimo cargado de una agradable borrachera cognitiva. Después de vagabundear un buen rato vacilé mi ruta por los alrededores donde me estaba alojando, el apartamento de una amiga en el que solía quedarme y que por esos días hacía maletas para ir a vivir en algún lugar de las costas del Brasil. Creí en ese momento que si mi orientación era correcta, al tomar determinada calle desembocaría, tarde o temprano en el conjunto donde me esperaba Valeria. Habíamos acordado encontrarnos hacia el atardecer para despedir el apartamento y emborracharnos.
Aunque no me había acostumbrado a un ritual que podía resultarme con facilidad ajenamente melancólico, disfrutaba específicamente algunas consecuencias muy placenteras. Ya de niño había tenido oportunidad de presenciar los linchamientos del tiempo-espacio en primera fila, como en una especie de teatro participativo. Para ser preciso había presenciado también otros tipos de linchamiento, conocía de cerca la imagen de una multitud airada bajo la complicidad del anonimato, la noche y los mechones de petróleo. Así que siempre me encontraba disponible cuando alguna de las muchachas (designación de confianza y cariño que aún utilizo para con las que ocuparon un lugar en mi adolescencia) decidía que era hora de abandonar un lugar y buscar nuevos horizontes.
Como aquella vez que Mara dejó su apartamento de Cali, hace ya casi veinte años, esa fue para mí la quinta vez que participaba en ese tipo de culto que es la partida para algunas personas, pero había sido la quinta en una semana, de un momento a otro todas mis amigas empezaron a partir hacia ignotos destinos. Yo había tenido que ver en aquellas partidas aunque no del modo en que fuera la causa  de ellas, sino porque era enteramente culpa mía que me gustara andar con mujeres de soberbia belleza, casi todas ellas ancladas en las inestables y escolladas costas del modelaje y la publicidad. Fue en la costa donde tuve mi primera mujer, al abrigo de la luna, de las palmas y de una música lejana de voces templadas en mar abierto, éramos todavía niños, pero en aquel clima tropical en el que algunos aspectos de la vida andaban más bien lentos, económicos, lánguidos, mofletudos, en fin fulminantes, algunos otros deambulaban más bien muy rápidos, vertiginosos, atropellados, macizos y también fulminantes. Si no menciono cuál costa es porque de las dos que bordean las latitudes en las que se encuentra mi memoria, guardo un bravo recuerdo y no quisiera entrar en discrepancias, ya que una vez que se ha lanzado el hechizo de los cuerpos no se puede deshacer.
Por eso me ha resultado singular que a los seminaristas se les ponga a prueba precisamente con la paradójica represión de la carne, como vulgarmente se refiere el clero a la experimentación corpórea de la otredad en uno mismo. De más está decir que no muchos seminaristas regresan a la senda del pseudopragmatismo cristiano y que aquellos que lo hacen ya están desviados irremediablemente, algunas veces con resultados monstruosos, sin duda el diablo los acosa con más arrebatos que regocijos. De cualquier forma los ritualismos me han sido bastante esquivos, no estoy en contra sólo de aquellos doctos escrutinios ceremoniales de la vida subyugada por una doble moral caprichosa y hambrienta de poder, casi todo aquello que se me antoje ubicado en un terreno del conocimiento, cuya atmósfera se encuentre densificada por aspectos metafísicamente sospechosos me trae de las orejas. Por esa razón las despedidas de los apartamentos en los que se ha vivido, las promesas y deseos de fin de año, las envolturas de menta, las escaleras estúpidamente arrinconadas para que algún niño se rompa el coxis y toda una lista de acervos semejantes, me traen sin cuidado desde que era el mugroso proyecto de un adolescente rebelde y perturbador.
La práctica de desarraigarse de un lugar y plantarse en otro no me agradaba ni desagradaba, me mostraba indiferente, y si no recorrí trochas y poblados junto a alguna de aquellas trotamundos fue sencillamente porque ninguna me lo convidó. Quizá pensaran que no estaba preparado para resolver ese tipo de ilusiones y que caer en la trampa de las aventuras, podía tener poco atractivo para un muchacho que pretendía plantearse la vida desde un plano racional. A mi modo de ver, eso podría ser cierto, pero no más que la influencia que mi actitud ejercía en la voluntad involucrada en muchas de esas partidas, por ese entonces me preciaba de ser un enérgico promotor de la libertad y lo hacía con extraordinaria habilidad, sobre todo en la experimentación corpórea de la otredad. Aquel ánimo emancipatorio me concedió atestiguar muy de cerca algunos fragmentos íntimos de sus vidas y motivaciones, bien fuera que me lo permitieran por algún sentimiento despertado en sus sensibles corporeidades, vaya a saber si apetito o ternura, o gracias a una actitud de confianza en quien sabe qué, todavía radiante, pude estar lo suficientemente cerca como para ver en los rostros despojados de maneras la cara de las mujeres reales que también eran. Intenté inmortalizar aquellos momentos en composiciones escritas que me parecieron poéticas y tomé la costumbre de llevar siempre una libreta conmigo.
Aquel día de internacionalismo intelectual en Bogotá, caminando sobre el relieve crispado de las calles enlosadas por las que se proyectaba mi sombra en creciente proximidad, con la determinación de quien sabe adónde va, vagué sin rumbo entrado ya en la meditación de lo que había escuchado esa semana en las ponencias y ruedas de prensa. Se sumaba al corolario de pensamientos la memoria en carne viva de las obras atestiguadas en preciosas salas de disolución del Yo, que es como llaman al teatro algunos estetas de psicoanalítica influencia. Aquel día también llevaba mi libreta conmigo y aunque solía escribir mientras caminaba, en ese preciso instante me hallaba transportado a una dimensión de soliloquias disertaciones mnemotécnicas. Además poco a poco el ambiente a mi alrededor fue ensombreciéndose de una manera que puso a prueba mis templados nervios de bajo fondo.
Erraba por esas calles ya evitando hacer tiempo para llegar en el momento preciso al ritual emigrante que Valeria había preparado, me interné por un deteriorado bosquejo urbano, en el que se agrupaba sin confort una parte representativa de la población que subyace bajo la base de la pirámide social. Recorrí ese largo callejón en cuyos andenes se apilaba la miseria de muchas generaciones, sin hacer nada para comprobar en qué momento la ciudad se había vuelto el elocuente bodrio de las realidades escondidas. Cada paso aproximaba un nuevo vericueto improbable, cada minuto descubría más de esa ciudad que lo que había aprendido de ella en mis visitas. Debió ser algo así como se sintió Ángela cuando visitó Nueva York la primera vez, desde luego las proporciones son ridículas, pero expresa bastante bien el espanto que me causó. Es una tierra de locos, me dijo al llegar, voy a quedarme a vivir aquí. ¿Tienes dónde quedarte? No importa, se puede vivir de lo que sea, de las cosas más raras, hoy me enteré de que hay una especie de terapia que consiste en ejercitarse a través del cuerpo de otra persona, la conexión se logra por métodos poco ortodoxos de manipulación del aura y neutralización de algunos chacras.
No era raro que Ángela se metiera en cosas así, de hecho tenía esa especie de magnetismo para lo inusual, gracias a ese don pude disfrutar de las experiencias más desconcertantes que me hayan ocurrido, lamentaba su decisión porque me despojaba de una persona realmente hermosa, chispeante de aventuras, el sueño dorado de todo hombre. ¿Qué necesitas para entrar? Ángela era tan atlética como una gacela adolescente y tenía la determinación de una mula de arar. Sabía que estaba feliz de haber encontrado una profesión en la cual poder combinar una de sus pasiones, se ejercitaba tan endiabladamente que acechándola entre sus rutinas llegué a pesar 90 kilos de puro músculo. Yo compartí siempre su felicidad pero me haría tanta falta que seguí ejercitándome con la misma brutal energía varios años más. Mientras tanto Ángela vivía la obligación del ejercicio de otro cuerpo corriendo al rededor de la gran manzana. Fue en uno de esos entrenamientos terapéuticos que vio el impacto del primer Boeing 767 contra la torre norte del World Trade Center a las 8:46 de la mañana, un martes si no recuerdo mal.
Yo dormía en Cali la serenada del domingo porque era la noche del sábado que en esa ciudad salían las mujeres embellecidas de colores y aromas deliciosamente sugestivos. Por aquél entonces creo que ya trabajaba, siempre fui renuente al trabajo y me disgustaba tener que pensar en ello. Ese motivo propició el hecho de que siempre haya querido contribuir de alguna manera a aquellas maravillosas formas de vida, así fuera con pequeños gestos y ellas siempre supieron apreciarlo. Escribía en mi libreta donde fuera que tuviera que pasar tiempo haciendo nada, escribí en aquel colegio de horas muertas al que le debo casi toda mi total amor a la libertad, escribí en las bancas de la cancha donde intentaba jugar Básquet rodeado de un asombro muy justificado por mis mediocres condiciones para un juego, que a todos resultaba aceptablemente sencillo, escribí en las filas de los bancos soterrando cómplice las enmiendas de una economía en desplome, en las de teatros donde se agudizaban los sentidos casi hasta un paroxismo teatral, en la ruta de la U nada teatral ni cinematográfica, tampoco televisiva, escribí en las paradas de buses, lugar donde la paranoia que heredamos de siglo XX ha dejado el sabor amargo de la duda y el agridulce de la incertidumbre, hay pocas cosas tan cinematográficas como la parada de un bus.
Por otro lado casi es ya un lugar común el incurrir en la mención de la sicopatía, como una de las facciones de la naturaleza humana que ronda la cotidianidad con el más desapercibido desenfado. Puedes toparte con ella en una parada de bus, la persona que te sirve habitualmente la hamburguesa puede ser una asesina en serie, etc. Afortunadamente también puedes encontrarte con cosas agradables en una parada de bus. Fue precisamente en una parada de bus en Cali, una deliciosa noche de verano, que me vine a topar con una buena amiga del pasado que había nacido en el Brasil, yo me encontraba esperando un amable conductor que me hiciera la caridad de transportarme en seiscientos, ya se había hecho de noche y me encontraba cansado hasta la migraña. De pronto, casi de la nada, me encontré observado por una mujer que no tardé en distinguir como Manesa, en la universidad habíamos compartido algunas clases a las que ella asistía de manera exploratoria y para mi fortuna para nada inflexiblemente intelectuales.
Fue gracias a ella que descubrí muy tempranamente la delicada dimensión de algunos lenguajes, con el tiempo supe que había viajado gracias a una beca, a realizar teatro en Alemania, uno de sus sueños, sin embargo me gustaba pensar en ella, si hubiera necesidad, como mi principal (en realidad mi único) contacto en el Brasil, que era casi su segundo hogar ya que había pasado mucho tiempo en Colombia y en otros lugares, de su nombre no sé gran cosa pues creo que nunca le chamullé sobre su origen. Manesa también era modelo, en uno de los eventos en los que participaba ocurrió la única vez que caminé por una pasarela, me hizo creer que le estaba haciendo un favor, que alguien había faltado y que necesitaban un reemplazo. Yo me lo tomé bien aunque se riera toda una semana. Después de eso llegué a doblar modelos para los brindis, me ponían un uniforme de modelo y me iba a las fiestas a embriagarme gratis, luego iba a recoger a Índigo que trabajaba en un bar, de aquella sabrosa morena no recuerdo el nombre pero sí su sonrisa cálida, vaporosa y anfitriona. Índigo estudiaba mucho, así que necesitaba trabajar mucho, las modelos son como las actrices de televisión. Aquel saludo a la distancia que cubren las banquitas de aluminio a lo largo del paradero fue como un choque de recuerdos que se rebobinaron a la velocidad de escape de una lagartija paranoica. Un momento para la mutua contemplación y el silencio sonriente de dos seres que han envejecido (aunque no tanto) lejos.
Manesa vestía una blusa del color de su piel y una chaquetilla etérea, lo que daba la impresión de estar desnuda bajo un jirón de tela flotante. Sin importar el día Manesa siempre vestía de manera soberbia, o tal vez fuera que todo lo que se ponía le sentaba muy bien, si hacía los oficios usaba esos adorables shorts de jean y elevaba sus talones un poco calzando unas sandalias transparentes de silicona. Podía pasar horas en su contemplación y no sé si era tan meticulosa porque la observaba o realmente no entendía que se podía despilfarrar el agua con demasiada facilidad. Pero la verdad es que yo también dejaba de entender tales sutilezas tratándose de ella. Me contó que estaba visitando a su mamá y a su hermana, que han vivido desde siempre en Cali, me contó algo de sus viajes y desilusiones, de los personajes admirados y caídos del pedestal, de su renuncia a los llamados “espacios del arte”, pero nunca al arte, siempre el camino correcto. Yo le conté de mi accidentada incursión por los escenarios políticos del Magdalena Medio, de las masacres del Cauca que me tocó presenciar, del entusiasmo con que me encontraba abordando la familiarización con las técnicas representativas del audiovisual, y como hasta ese momento era lo único bueno que le había contado, se entusiasmó con la idea y pidió ver mi trabajo. Debo aclarar que mi abordaje apenas comenzaba, así que no podía mostrarle nada de nada. Desde luego, al no tener ningún ejemplo digno ni indigno empecé a excusarme.
No importa, dijo con voz suave y ánimo divertido y retador, hacemos algo los dos antes de que me vaya, traje mi cámara. De inmediato recordé algo gracioso que había leído en una de las copias de la escuela de cine, tenía que ver con la casa de al lado de un vecino, una casa que no existía… no pude recordarlo con precisión y me quedé sin una buena anécdota. Su cámara era una con muchos EOS-D y números por todos lados, híbrida, con salida de audio y más cosas que yo ni entendía en ese entonces, casi con vergüenza epistémica aunque muy contento emprendí el camino con mi buena amiga, mientras me contaba que había estado en el carnaval de Río del 2008, pero que le había parecido algo medio farsante. Es natural que tenga apreciaciones de esa naturaleza, ya que puede comparar. En casa me invitó unas cervezas y me mostró un tatuaje que se había hecho, de un clan o algo así, tenía algo escrito que traducía: “hecha a mano”, bastante erótico, me pareció, hasta me dieron ganas de hacerme tatuar uno de esos. Estuvimos un buen rato tratando de construir la historia pero mis ideas no le gustaban, la verdad es que a mí tampoco me resultan interesantes cuando tengo que pensar en ellas. Se le ocurrió presentarme una que me agradó. Era a propósito de su gato, un gato siamés originario de la China, la verdad yo no le vi nada extraordinario al gato, sólo que parecía querer colaborar en el asunto. Así que terminamos haciendo una historia refrescada en cerveza, inmediatamente realizable, sin guión y creando edición inmediata desde la cámara. En algunos momentos la tarea se volvió interesantemente íntima.
La verdad es que tener un gato resulta también una cosa bastante erótica, los acarician y ellos prenden su motorcito y comienzan a contornearse, a morder y a lamer con su lengua rasposa. En mi caso, como esa noche me encontraba frente a una presencia experimental de infranqueable hermosura, no volví a saber de mí hasta que la luz de la ventana golpeó en mis ojos y vi que le mostraba el corto a su hermana. En el alero de la ventana el gato ronroneaba su segundo sueño. Escribí mucho viajando por Cali, al salir de la casa de Manesa hice uno de mis paseos errabundos, al bajar por sus calles me topé con un sitio difícil de referenciar, tanto por su arquitectura modificada para acondicionar las áreas comerciales destinadas a los visitantes, como por la multiplicidad de actividades y expresiones culturales que colmaban todos los espacios con clanes de estilos tan disímiles como hermosos. Realmente no recordaba haber pasado por ahí la noche anterior, me parecía coherente repetirme que se sentía como un viaje en el tiempo, no me pregunten qué me fumé, no tengo ni la más remota idea. Cómo me habría gustado haber conocido a Manesa en la época de mi viaje de regreso al apartamento de Valeria por las calles de Bogotá, habría sido un buen puente para ayudar a Valeria que partía por esos nublados días de inusitada violencia civil en el país. Mientras iba con toda una filosofía del mundo del teatro y la pedagogía en la mente, en medio de la bruma de una tarde entumecida de frío, comprendí que había entrado en un laberinto, no en un vericueto. Lo que veía tenía el desvencijamiento de la desidia. Pocos son los sitios que nunca olvidaremos, con los que siempre ambientaremos nuestras historias, lo más cercano al sentimiento entrañable que conozco.
Si se nos quedan entre los no pocos discursos que guarda la memoria es porque hay algo invisible en ellos que seduce, que asusta o que sorprende, aquél me asustaba. En cambio las sinuosas calles del barrio donde vivían la mamá y la hermana de Manesa y el postrer encanto desconocido de un elixir rubicundo con que impregnaron el suculento desayuno, me guiaron inocentemente por las inmediaciones de lo que me pareció un bazar de hebreos. Creí haber dado con un carnaval estacionario y me puse a deambular por las escalinatas. Además de los ranchos de metal tan difundidos y familiares, bellos toldos acampaban en las zonas asequibles para los curiosos, que sólo tenían que adentrarse en un diminuto antejardín, para encontrar la ilusión de haber arribado a un poblado perdido en el tiempo en el cual tomar aliento con tranquilidad. También vi edificios construidos con la mesura estética de las casas Kogui, pero estas tenían otro tipo de poesía, estaban adornadas con los productos que ofrecían sus habitantes eventuales, bastaba con pararse enfrente para admirar una variedad de objetos coloridos donde se apreciaba un tremendo conjunto de semillas, rocas y maderas. Llegué a un bazar de guaqueros pensé, y me acordé de Libardo, un guaquero en decadencia que conocí cuando era niño.
Solía pasar las vacaciones en las tierras de Jhael, mi abuela materna, se trataba el lugar de un montículo arbolado y muy fértil ubicado en la cima de una montaña semimuerta. No había agua, sin embargo se daba bien el café. Cuando no se ocupaba de lo que fuera que hiciera durante los días que se desaparecía me llevaba a caminar, normalmente aprovechaba la ocasión para enseñarme un lugar que por otro lado y curiosamente se encontraba investigando, así que a medio camino entrábamos en alguna frondosidad a buscar la media caña para hacer el cateo. Siempre estaba dividida en dos lugares y había que ensamblarla cuidadosamente para que no perdiera el adelgazado borde exterior. Disertaba mucho por el camino entreteniéndome con la conversación y con el paisaje que me enseñaba, yo le manifestaba mi creencia en que él vivía en un paraíso y exaltaba las bondades de aquellas latitudes contándole lo que sabía de las personas de la ciudad, lo que según creo recordar lo interesaba sobremanera. Pero siempre hablábamos en conceptos haciendo abstracciones de cada tema de una forma más bien intelectual. Años después, cuando la guaquería se volviera tan prohibida como impopular, empezamos a llamarnos mutuamente y con gran felicidad por mi parte con aquel gesto de tierna complicidad: los que nos dedicamos a la arqueología.
La vida resulta a veces diametralmente cinematográfica. Los días de aquella semana ajetreada, pasada con tabaco, vino tinto y café alicorado, entre teatros de ilustre olvido y bibliotecas de inexistente abolengo, había disfrutado de todo lo que podía ofrecer la megaprovincia como decía Mafe, y sin embargo ahora me hallaba en un laberinto de miseria, creado con astuta negligencia por los grandes dirigentes con la "ayuda" de los factores atenuantes, y me resultaba de proporciones más que monumentales. Lo poco que sabía del arte no me alcanzaba para dimensionar la magnitud del daño causado. La sociología que estudié mediocremente sólo me permitía formular vagamente conceptos abstractos, incitados por estudios de probabilidades que no había leído. Pero más me apremiaba la idea de cómo salir de ahí sin despertar sospechas. Gracias a mi desaliñe en cuestiones de moda me es relativamente fácil pasar desapercibido por algunos lugares, donde lo que suele primar es el culto a los estilos personalizados. Sin duda eso me dio un haz bajo la manga aquella tarde Bogotana de principios de ritual, de su excelencia, la mamacita Valeria Espinoza Cifuentes.
Algunas veces, cuando no se está estrangulado en un andrajoso barrial de sitiados sociales, provoca hacer una lista de las cosas bonitas de las ciudades. Yo no he vivido lo suficiente como para conocer todo el espectro centelleante de sus atractivos. Sin embargo puedo acudir sin mucho esfuerzo y con cierto deleite eventuario, a dos o tres sucesos que me remiten sin demasiadas largas al efusivo lenguaje cinematográfico de la urbe. Concurren en Cali, uno de ellos está determinado por los arbolitos sobre la quinta, entre Tequendama, la carrera 44 y paseo de la quinta. Cada año, por esta época, se cubren con minúsculas flores blancas y azul tenue, asemejando una tímida nieve tropical. Ese detalle casi siempre era mi incentivo cuando tenía que montar en un bus al ir o venir por esos lados, generalmente a la Universidad.
Otro es sin duda, la circunvolución montañosa, que envuelve con sus atisbos andinos el asfáltico entorno ecuatorial de las principales ciudades de Colombia, la vista hacia y desde esos lugares resulta sencillamente espectacular. En alguna época llegaría a jactarme de tener ambas perspectivas. Una tercera cosa bonita, suena a "...bésame mucho..." puede ser la etnográfica “puesta en escena” de la economía informal, heredera directa de la culebrería nacional, recogida en Europa principalmente con caligrafías macondianas. En medio de esos espacios se puede topar con los personajes más raros y simpáticos que la estereofonía callejera puede ofrecer. En ellos una estricta convivencia entre lo que se intercambia por dinero, comprándolo o vendiéndolo, y aquello que se trueca por ciertas cantidades de sinceridad.
La arquitectura también es preeminente en la breve historia ocupada o no por mi presencia. Las frutas coloridas reemplazan un poco el aroma que dicen impregnaba el horizonte de antaño. Se me ocurre, en otro momento en que parezco dormir la realidad, que hay que ser como un techo con goteras, dejar filtrar ideas de diferentes calibres, consentir en capturar la realidad precipitable y, si bien no bogársela de un sorbo, por aquello de la higiene que debe ser otro cuento, al menos sí bañarse con ella. Aquí es la arquitectura la que me habla, esas piezas de repostería vitalicia que se desmoronan en medio de la impávida consecución de los tiempos. Esa podría ser la última cosa de esta pequeña lista, ya nostálgica, bien sea por los hierbajos y plántulas que intentan traducir su vitalidad a esos escenarios de olvido, bien porque hay algo también muy hermoso en la descomposición, el desorden y lo destruido, que es lo que esperaba de mí en ese momento, al pasar por aquél vericueto de angustia que jamás había pisado. La voz de la perenne fugacidad de lo que transcurre casi en silencio hacia su destierro inmemorial, metafocéntrico, intransifuso, esquízolado. ¿Qué más se podía decir?.
Caminando hacia una muerte horrenda comencé a pensar en mi pasado, en si lo que había vivido había sido bueno. Concluí que sí, que merecía seguir llevando una forma de vida tan digna y experimental, y terminé por convencerme a duras penas de que se trataba de un apreciable don el que se me permitiera ver, tan en detalle, la perfección de lo que era mi vida y cómo valía la pena vivirla. El problema con ese razonamiento es que yo nunca había perdido de vista lo mucho que me gustaba vivir, a pesar de las bohemias revoluciones de la juventud en que se solía apostar mucho más de lo que se estaba dispuesto a aceptar. La primera vez que me topé con vagabundos de una errabundez diferente a la que yo estaba acostumbrado, éstos tenían apenas unos años, fue en el teatrino de La Tertulia en Cali, Había unos jazzistas y en general en los principales restaurantes del barrio El Peñón, colindante, había grupos tocando, era una especie de festival gastronómico para atraer público, gustó tanto que tiempo después se anclaría el Festival de blues a la fiesta de la música que organizaban las academias de bellas artes.
Antes del blues macerado en tabaco y luego del blues a dúo fue un plato de digestión exquisita que me hizo considerar una vez más, que la vida resulta a veces diametralmente cinematográfica. A mi lado había, entre otros especímenes, una mujer extrañada por las interpretaciones más del corte del rock experimental y el Vitim, y dos jovencitos estereotipados de asfalto e intemperie, descalzos, con poca ropa, ojos curiosos, musical impedancia, arritmia desembasada. Recuerdo también que había un showmen, personaje entrado en interesancias y muy formado en el mundo del espectáculo y los trasiegos apabullantes, con una propensión por la fiable conducta del desenfado, una pluma de águila flotaba sujeta a su guitarra. Un blusero a lo antiguo, condicionado por la interacción y la facilidad idiomática. Cuando habló con su acento estofado: “…esta es mi primera vez en su país etc. ...lo bello de su magnífica ciudad etc.” uno de los dos chicos habitantes de la calle (gamines, solían llamarlos), dijo: “Huy, ese marica es del otro lado?”
Curiosamente ese otro lado se abrió con el improvisado acento de los tu y yo, cuando el blusero con la pluma de águila habló, su visión vocal del origen del blues, una oración forjada en calor de cuerpos y pasión delirante, realmente encontró la sencilla manera de llegar a la medida de lo conmovedor, desde la otra orilla del Misisipi, ese otro lado realmente, y yo no pude dejar de pensar en ese instante, que a veces la vida, resulta diametralmente cinematográfica. Pero si ese pensamiento me sirvió en aquel momento de desvalía cultural en la que creía hallarme, no tengo la menor referencia de de sus efectos, sólo presumo que me dotó de un aire melancólico muy adecuado para atravesar el cordón de miseria que creaban hombres y mujeres a mi alrededor, y pienso que también un perro creí ver. De regreso de La Tertulia, me encontré con un par de viejos, uno de ellos de cráneo rapado, llevaba una hermosa papaya gigante, la cargaba con la estética potencia plástica de su brazo izquierdo, a la manera de los meseros que pueden llevar cantidades descomunales de cerveza y otros líquidos ambrosíacos, sobre elípticas bandejas de diseño aerodinámico. Mientras cruzaba a los viejos y a la atractiva papaya, se abría una brecha tropical auspiciada por la inconfundible traza de un Son cubano, en clave de madera, tabaco y ron, desde una de las casas inmediatas.
Era un ritmo que algo tenía que ver con la música que escuché en el lugar de los toldos y bohíos hebreos, atisbando los grupos en busca de compañía. De pronto di con un joven que ofrecía su poesía en forma de un libro, una mujer que estaba en el lugar me precisó mientras el poeta ofrecía su libro a otros visitantes, que venía de una gira por Alemania, y empecé a sentirme como un pichón en ruta de caer en una estafa, así que a riesgo de perder una oportunidad de acostarme con la llamativa informante me alejé entre la multitud. Encontré refugio junto a un montón de jovencitas que desenfrenadamente se besaban y bebían vino en cajas de cartón. Aquel lugar me encantó y me puse a reflexionar. En poco tiempo habría podido seleccionar material para publicar al menos tres libros como el que había visto, la idea me interesó lo suficiente y los siguientes meses me apliqué a la tarea de examinar mis notas.
Mientras tanto en el resquicio fatal metropolitano y capitalino en el que ya empezaba a sentir mi cercana descomposición, imaginaba que podía resultar poco habitual que alguien metido de lleno en los cabales estilísticos de las clases sociales, considerara pasear por aquel laberinto unidireccional con la tranquilidad de un lugareño. Al igual que en las ocasiones en que me atravesaba el Distrito donde crecí, cuna de malandrines y sospechosos según se publicitaba al otro lado de la frontera, un extraño aplomo apareció y seguí el camino de los vericuetos como si se tratara de mi patio trasero, adentrándome cada vez más en la desesperanza. Sin embargo nadie hizo nada por alterar el estado de precario flujo citadino en el que se encontraban sus pobladores, ni un sólo atisbo de rudeza, ni un esquivo gesto de intromisión al extraño que se adentraba en sus dominios. Caminé por la calle para invadir lo menos posible los espacios intervenidos quizá más por el hambre que por la necesidad.
A medida que avanzaba el abandono se iba acrecentando y hacía un poco incómoda la marcha, que ya para ese momento me parecía destinada a convertirse en tema para un artículo sin valor en la plana sin importancia de algún miserable diario local. "Y así terminó sus días este desconocido bohemio, que un buen día entregó su último aliento en una paupérrima grieta bogotana, se desconocen los motivos que alteraron sus últimos días, por lo demás su cordura siempre estuvo en entredicho, en medio de sus pares se comportaba como un segregado intolerable, deja algunos apuntes de valor filosófico y un inestimable compendio de notas al azar en las cuales se perfila exquisitamente, el sensual desbarajuste de una generación sin disciplina". La ilusión de seguridad se volvía más etérea mientras avanzaba por un alrededor que parecía juzgar poco interesante el querer percatarse de mi presencia.
Tal como empezó el hechizo se desmoronó, cuando pisé los empiedres rectangulares de una calle con apariencia de postal me di vuelta para mirar. Como si se lo hubiera tragado el miedo no había rastro del lugar. Concedí el fenómeno a que siempre me he conducido con la percepción del tiempo en medio de una relación muy especial, que me suele aislar de las convenciones con que se interpreta la duración de las cosas. Al retomar un camino conocido conjeturé sobre el intenso momento que me acababa de procurar con mi aleatorio sentido de orientación, creí intuir la proximidad de las brechas que separan a las personas y que se rompen como delicadas caperuzas al contacto con un momento de contemplación, y no había sido precisamente yo quien estaba contemplando. Mientras arrastraba mis huesos lo mejor que podía, lejos de aquel tabique de malaventura, sus habitantes, una población en denso cauce e imperecedera vigilia, que más parecían la escenografía de una película de posguerra, se saludaron entre sí con el sabor en los ojos de las cosas inhabituales. Faltó poco para que cualquiera de aquellas personas entre las que caminaba me diera muestras de hospitalidad, sin embargo en aquellas proximidades olvidadas de dios, me era difícil reconocerme con la ilusión de tranquilidad que brinda lo usual y lo típico en las aglomeraciones metropolitanas.
Se dice que las personas arrastramos con una cierta carga de coherencia, lo que permite conjurar la presencia más o menos constante de la identidad, herramienta con la cual se establecen derroteros de comportamiento acordes con cada escenografía de referencia de las que se guarde memoria. Yo había tenido la fortuna de crecer en un entorno complicado y conocía la exaltación mortuoria de quienes se hallaban a su suerte, y que de una manera no tan desconocida iban creando estos cónclaves apócrifos del proyecto sociedad, improbablemente frecuentados por quienes prefieren conducirse dentro de apretados esquemas de prudencia. Una noche me he quedado dormido con este recuerdo, he pensado en la imagen de aquel día de conversatorios y ceremonia, yo atravesaba una esquina y aparecía por ese costado de la calle, y pasé de largo casi sin mirar, prometí que si salía vivo del agujero en el que creía haber caído iba a follarme a todas las mujeres que me encontrara, les haría la tarea más fácil y ahorraría tiempo, realmente había desperdiciado tiempo en una escritura estéril y desfundamentada. Tomé a conciencia mi juramento y por una buena temporada me dediqué en cuerpo y alma a cumplir mis votos hasta que un buen día pasé por la misma calle y noté un tipo de abandono más conocido, me costó reconocerla, fue entonces cuando mis propios rituales de exilio comenzaron.
En cierto momento de mi vida dejé de escribir, me volví un experto en dormir mucho y en esa tarea tuve mucha ayuda, pero el esfuerzo me producía un hambre de dinosaurio, y entendí que uno se alimenta también de palabras como ellas a su vez lo hacen de nosotros, que el destrozamiento es mutuo para poder transmutarse en una lengua. Un antiguo proverbio chino consigna una idea sobre la filosofía del desapego, una posible interpretación lo traduce de esta manera: quien ama verdaderamente no puede ni reír ni llorar, vibra al alba con los primeros rayos de sol, saborea el aliento de la miel en los jardines, inflama sus pulmones con el perfume del ser amado, deja que el agua le acaricie los pies y que la luna toque sus pupilas y en su asombro se halla permanente.

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