Apreciar, incorporar y participar
en todas las formas culturales de una sociedad, sin
ningún tipo de censura.
en todas las formas culturales de una sociedad, sin
ningún tipo de censura.
CADA cierto tiempo o en determinadas
circunstancias hay que hacer una definición de la sociedad. Se hace necesario
siempre que se pretende intentar un nuevo proceso, acuñar una definición que
nos haga familiares ciertas particularidades de eso llamado sociedad. No es
solo para entenderla y tratar de asimilar sus maneras, sino también para
transformarla de manera efectiva. A veces, al hacerlo, se corre el riesgo de
restringir demasiadas cosas, de aportar –podría decirse- a la construcción de
una nueva excusa con la cual acusarla de algo. Pero bueno, habría que
considerar que al a acusar también se tiene la oportunidad de entender y que en
algún momento de esa aparente contradicción, se suele redefinir la lucha de la
vida, una intervención en el mundo en la que los obstáculos, la mayoría de las
veces, están representados por otras personas: “La lucha por la supervivencia”.
En muchas ocasiones el desenvolvimiento
apriorístico de los juicios masificados ha extendido la idea de que buena parte
de la insensibilidad social y el estancamiento cultural de América, obedecería
a ciertos hábitos, costumbres y prejuicios arraigados en las formas de
enseñanza y transmisión de los cánones identitarios.
Sin llegar a considerar esta especulación con seriedad, lo cierto es que una
costumbre de esta naturaleza sería una actividad bastante ajena al despliegue
creativo.
Ahora bien, nuestras mas gruesas nociones sobre
eso que generalmente suele llamarse educación (que no está relacionada con las diversas manifestaciones a través
de las cuales se constituye esa antigua práctica, ni con las formas
malintencionadas o desprovistas de aptitud que lamentablemente cualifican esta
potencia social) emparenta apresuradamente el mundo de
las definiciones con el aprendizaje. Las definiciones suelen establecerse en
relación con un interés transitorio, son un punto de partida en un juego de
intereses, mientras que la educación es un conflicto en el que priman los
conceptos que, si bien parecen definiciones, son establecidos bajo la premisa de
ser verificables por puntos de vista más o menos objetivos o considerados como
tales. Una definición, por tanto, al menos en principio, representa una
determinada subjetividad.
Podría decirse de otra manera: Una definición
se establece. (Transitoria o no. Puede que se convierta en un concepto).
Pero el proceso del conocimiento no está ahí; el conocimiento, por así decirlo,
está en el trabajo que significó construir esa definición, en el saber
implícito y en las maneras de usar ese saber, en la relación de herramientas y
elementos involucrados. Por lo cual se establece que el mundo del aprendizaje
es un mundo de relaciones sociales que están restringidas, de alguna manera,
por una determinada pretensión de objetividad (con todo lo que ello puede
implicar, además de las arbitrariedades dogmáticas, ideológicas y académicas
que, por otro lado, se encuentran en todas partes). Ahora bien, pienso en ello
porque en los ambientes que suelen considerarse de aprendizaje, las que priman
son las definiciones. Imagino como ocurre. Varias razones empiezan a definirse:
Funciona sin que nos demos conscientemente
cuenta de ello, al menos la mayoría de las ocasiones. Solemos considerar
algunas de nuestras luchas a favor de otros -este es un prejuicio bastante
extendido y curiosamente ha sido difundido entre pensamientos que se
consideraban opuestos-. Aprendemos a reprimir lo que nos resulta desagradable (“…el
sistema que caracteriza los aspectos generales de la movilidad social en las
principales ciudades de este continente, está estructurado para invertir un
porcentaje de los recaudos en el desarrollo de las poblaciones más necesitadas,
inestables y vulnerables…”). Todavía fuerte, cuenta la
influencia religiosa que condensa este tipo de discurso práctico en la moral
que utiliza. Algunas costumbres, quizás más antiguas que todo eso, velan por la permanencia de ciertas
formas de amparo mediante el uso y la promoción cultural de hacer favores.
Pero lo que se esconde entre las relaciones
sociales, lo que se disimula con la difusión de discursos de naturaleza
conciliatoria, es una apasionada lucha contra otros que están ineludiblemente
en el camino. No diré que la lucha sea inconveniente para la estabilidad social
(la
estabilidad social es una ilusión que en la mayoría de los casos depende de
ella)
sólo que desde algunos sectores dominantes se tiene la tendencia a disimularla,
haciendo uso de estrategias que podrían ser consideradas como montajes de
publicidad de un orden social determinado. En esta lucha disimulada los efectos
suelen pasar desapercibidos, como si fueran invisibles. El salvoconducto
“…invertir un porcentaje de los recaudos en el desarrollo de las poblaciones
más necesitadas, inestables y vulnerables” funciona bastante bien.
A decir verdad, no rueda literalmente por el
suelo la cabeza de alguien cuando otro avanza; pero sí se ponen en juego los
factores que pueden afectar la estabilidad –por no decir la identificabilidad- de los Derechos
Humanos, estableciendo una distribución de fuerzas desfavorable para algunos
conglomerados y poblaciones. Este tipo de lucha está presente en nuestro
lenguaje cotidiano. Cuando los encuentros sociales no se dan a través de formas
culturales sino en formas de choque a la vez violento y disimulado (no
que una cosa excluya a la otra necesariamente), las fuerzas en
contraposición plantean el supuesto de estar luchando por los derechos que les
corresponden, y cada parte puede plantear lo mismo, aunque cada cual con un
lenguaje y puntos de vista distintos: Derechos
inalienables inherentes a su óptimo desarrollo como conglomerado o comunidad.
Entender
al otro en términos de lo que puedan constituir sus formas culturales es una
posición privilegiada de nuestra situación contemporánea, no del todo ilusoria
si se quiere pero muy difícil en condiciones reales.
De esa especie de amalgama que queda del
contacto cultural se suelen extraer aspectos con algún grado de valor, aspectos
condicionados por la acción social de los valores. Muchos de esos aspectos
integran los impulsos de mostrar o esconder los sentimientos. Considero
importante mencionar esto porque la lucha por los Derechos Humanos ha estado
marcada por poderosos sentimientos, expuestos, inhibidos o simulados, algunos
de ellos incluso ridículos pero no por ello menos fuertes. Uno de ellos se ha
manifestado a través de la empatía con las necesidades básicas. Se puede pensar
en otros principios como el tejido permanente de un orden y el establecimiento
institucional de formas de organización que respalden a ciertas generaciones o
clases, sin descuidar otras, etc. Sin embargo considero que es interesante
enfocar los sentimientos que podrían motivar, en algún momento, el discurso de
la lucha por los Derechos Humanos.
Algunas veces la generalización clásica de la
supuesta idea occidental de progreso, ha sido contrastada con la idea de
enmendar un daño o despojo. Algunas de las luchas sociales se enmarcan en
premisas similares. La lucha por los Derechos Humanos se traduce, de esta
manera, en corregir las posturas que privaron a determinados sectores de
“cosas” a las que tenían derecho y jamás disfrutaron, y de esta manera evitar
que continúe sucediendo. En la práctica el asunto funciona más bien al revés.
Cuando ciertos sectores comienzan a disfrutar de “las cosas” a las que por
derecho todos deben acceder (bienes que representan necesidades básicas, que
complementan las dimensiones de determinados sentimientos o estados de
carencia), las posturas comienzan a cambiar. Generalmente la transformación de
las posturas como un programa de corte pionero, establecido mediante la
argumentación de posturas teóricas, sin una intervención representativa, es una
estrategia a ciegas o un despliegue de estrategias a ciegas.
Pero bien, lo que nos interesa es entender y
generar transformaciones sociales, movimientos que permitan orientar la mirada
hacia la problemática de satisfacer la capacidad de integrarse al proceso de
intervención social. Por un lado, considero que en América la ilusión de
libertad, democracia y expresión disminuye notablemente el aliento crítico del
concepto de Derechos Humanos, convirtiéndolo, de alguna manera, en un rótulo o
etiqueta que se usa para justificar casi cualquier cosa, desde anhelos
personales hasta intereses particulares de grupos. Es de uso común en el
lenguaje político de todos los días, se hace espectáculo de la llamada Lucha por los Derechos Humanos. A largo
plazo, la indiferencia, la desconfianza y el nihilismo suelen ser reacciones
ante la acostumbrada ineficiencia de los discursos sin sustento práctico.
Otra cosa que suele verse con dificultad es que
así como escasean gestos representativos del desarrollo político, económico e
industrial, también escasean los gestos representativos de la integración
educativa y cultural de la sociedad con esos entornos. Los actos creativos en
las sociedades contemporáneas, en un nivel que permita el despliegue de los
lenguajes y la participación activa de las personas en su reformulación y
apropiación, si contemplamos el grueso de la población, son todavía sumamente
raros, particulares o se encuentran en peligro de extinción. El grueso de la
población, aislada en deberes haceres
y lugares comunes ha quedado limitado a la reproducción de algunos gestos
cómodos, con los que se suele simular la representatividad.
Cada entorno social y espacio donde las
conductas se desenvuelven y difuminan en actos, provocando comportamientos y
formas de relación general y relativamente identificables, tienen sus propias imposibilidades mentales, las cuales
obedecen a lógicas de procedimiento inherentes. Estas lógicas de procedimiento
tienen una cara interna que suele desconocerse o ignorarse voluntariamente, y
que está representada por una coherencia que se mantiene durante cierto tiempo
y que suele ser común a toda una sociedad, la cara interna de un metalenguaje.
No obstante estar presente en la dimensión de la relación, esta representación
pasa desapercibida, como ya mencioné, probablemente por dos razones: Se expresa
intuitivamente, a través de maneras que se han interiorizado, volviéndose
imperceptibles, y se encuentra enclavada en el terreno de lo inconsciente, mas
precisamente del inconsciente colectivo. Un sistema, pues, generado al interior
de una cultura.
Si se confía un poco en esa suposición, se
podría considerar la posibilidad de que los actos creativos en las sociedades
contemporáneas, tengan una alta dosis de manufactura inconsciente. Que puedan
verse afectados por la esfera de lo invisible; que parte de su constitución
esté condicionada por las inhibiciones y los impulsos inconscientes, y también
por las imposibilidades mentales de los entornos en los que se conformen o
perfilen. Y sin embargo, si lo consideramos, es ese proceso uno de los que más
impulsa el desenvolvimiento de las sociedades hacia el sentido de los Derechos
Humanos, sentido de construir y proteger los escenarios y posibilidades para
que las personas, donde quiera se encuentren, sean valoradas y puedan disfrutar
de espacios de enriquecimiento cultural, expresión crítica, intervención
artística, producción y adquisición de cultura, confrontación con el
pensamiento y despliegue de la imaginación.
Y no que simplemente sea la masa atomizada,
cargada de responsabilidades insulsas, cuyo sentido inmediato y posterior es el
de producir y adquirir cosas, marcas e imaginarios prototípicamente mercantilistas y superficializados. Podría aventurarme a decir, a riesgo de ser
utópico, que quizá la única manera de salir del mierdero en que nos encontramos es creando y estableciendo
dinámicas de reconstrucción del pensamiento, de ese pensamiento condicionado
con cierta dosis de conciencia y un enfoque fuerte de dinamización cultural,
exigente de coherencia comunicativa, que posibilite el fortalecimiento de la
confianza en la vida social y permita el acceso a visiones críticas y amplitud
de horizontes, a través de lo cual las personas puedan observarse sin esconder,
negar o disfrazar lo que son.
Ahora bien, una de las tendencias más fuertes
en nuestra sociedad –debería decir más bien, en la referencia documental del
entorno donde se contextualizó la amalgama de opiniones, que se configuraron
para representar la idea de eso que yo ahora llamo nuestra sociedad- ha sido la de olvidar y esconder ciertas cosas;
algunos dirían: talento para disimular; otros han acusado: no llamar las cosas
por su nombre. Como sea, hasta nuestra Historia
(escrita, memorizada, declamada) conserva esa pretensión, ya que también la
Historia es afectada por los conflictos de intereses del contexto en el que se
tiene que desenvolver y aplicar.
En el pasado la premisa era que, en la
construcción de una identidad dominante, para las regiones~estados que se hicieron a base de injusticias y
excesos contra las poblaciones que interferían
con los intereses ideológicos –para nuestro caso- del llamado “proceso de
civilización”, la hipocresía ha sido un ingrediente necesario, casi un
precepto; pues ¿quien podría vivir tranquilo y orgulloso de sus orígenes si realmente pesara sobre
los hombros –digamos- una nacionalidad
que acarreara con actos vergonzosos, corruptos y nauseabundos, atentando
cotidianamente contra la escenografía moral y amenazando la frágil tranquilidad
y, en este caso, el amor patrio?
Claro, se dirá que ahora se tiene conciencia de
todo eso, que hay, sin embargo, que hacer énfasis en “lo positivo”; pero lo
cierto es que la Historia, al menos la nuestra, se ha visto afectada por
distinciones subjetivistas, discriminaciones convenientes y omisiones
autoritarias. En términos de legitimidad, este es un problema reciente y
antiguo al mismo tiempo. Es saludable mentirnos, ocultar, negar lo que nos
estorba; esa es la sugerencia casi permanente, al menos en los primeros años de
vida, cuando hacen presencia los dogmas institucionales pragmáticos, permeados en algunos procesos educacionales, característicos de esa visión
historicista entumecida por anquilosadas versiones patrióticas. Pero ¿es
saludable para quien? Y ¿si lo que nos estorba, si lo que queremos ocultar, si
eso que fingimos no ver incluye a otras personas, sus dificultades y formas
culturales propias?
Muchas personas y formas culturales definidas,
ya han tenido que pasar de estar en un mundo hecho, en su mayor contexto, para
ciertas medidas y modos de hacer. Si bien esta situación comienza a dar un
giro, para aquellas personas que no disponen de medios viables para instalarse
e integrarse funcionalmente en una sociedad, convencionalmente modulada por
prejuicios normativos típicos, gran parte de ese mundo cuasicompartido se
presenta como una contradicción, en la que social, cultural e incluso
ideológicamente se evade la responsabilidad del reconocimiento y, al mismo
tiempo, se presume de reconocer las características de una supuesta riqueza
plural. La construcción de una imagen, si no falsa incompleta, y es ese hecho
el que me hace relacionar las características de un esfuerzo constructor de
Historia, basado en incorrectas definiciones metodológicas.
Estas realidades no se cuestionan
suficientemente en una sociedad atascada en responsabilidades y obligaciones
vertiginosas, convergentes en la poderosa dinámica de desarrollo de la era
contemporánea, establecida como impulso incontrolado de consumo y producción. Y
no se hace, en su mayor medida, por física falta de creatividad, por aburrición,
por imposibilidad o desgano de proyección, por miopía ante las posibilidades de
construir un plausible futuro. Porque la imaginación que cae en desuso se pudre
y la creatividad que no es motivada se convierte en enajenación, acriticidad y desinteracción social y cultural, para no hablar de lo espiritual (llamado ahora
inconsciente según Borges) que, si existe –y para muchos todavía existe- puede
verse alterado.
Así pues, uno de los grandes inconvenientes de
nuestra sociedad y de muchas otras, con seguridad, es la ausencia de estímulos
a la creatividad, la de-construcción de una cultura cuestionadora, el
desensamble de los actos imaginativos que pongan en evidencia la necesidad de
pensar y crear, la necesidad de construir pensamiento y, además, intenciones
para proyectar el futuro ó las ganas de construir en el mundo un mundo más inspirador. La creatividad pierde ese
puesto especial y se anuncia desde los escenarios como una especie de cualidad
profesionalizada. Las relaciones humanas han caído en desuso y escepticismo, en
ocasiones en fenómenos de rebelión o pasividad frente a los acontecimientos,
dos polos en este caso no tan opuestos, ya que hacen parte de la misma ruptura
con la realidad que afecta a unas generaciones a las que no se les revela un
futuro atrayente o fascinante sino aburrido, letalmente rutinario.
Curiosamente el reflejo de desgano en las
actitudes contemporáneas, principalmente entre los jóvenes (la población carne de cañón del sistema) ante un
mundo y su futuro que no provoca más que desconfianza, náuseas y desinterés, no
afecta a todos. Este sentido poco explorado tiene que ver irónicamente con
aquellas personas que no hacen parte de la sociedad, que están aisladas, que no
constituyen un papel activo, que se encuentran en la periferia, aunque no por
voluntad propia, en dos palabras: los marginados.
Ahora bien, en el mundo los escenarios de la
confrontación social, cultural y ensoñadora de la realidad han coincidido de la
manera más plural y fundamentada en la apertura hacia los otros a través del
arte. Se ha llegado a decir incluso que todo es arte, más precisamente que todo
es susceptible de ser leído en clave artística. El Arte revalúa las acciones,
tiene el poder de reconstruir creativamente los hechos, permitiendo instalar
una visión crítica de la realidad (o mejor, de las realidades)
y alternativas de comunicación, dentro de las cuales la búsqueda del otro y de
sus vivencias reivindica no sólo la posición de la lucha por los Derechos
Humanos, sino también el esfuerzo de vivir en sociedad como forma de buscarnos
y no como mera producción y consumo de marcas y modelos de conducta.
Pensar en el otro como una extraordinaria forma
de comunicación y reconocimiento no es pensar en él como una solución a algo,
es simplemente concederle la posición social que lo vuelve una persona
importante en la tarea de construir ciudad, ciudadanía y reflexión, una tarea
que demanda muchos elementos creativos y una significativa participación del
mayor número de pensamientos posibles. Además, si lo miramos con detenimiento,
el arte es una manera de concebir la experiencia de la vida como un enigma que
vincula a los otros y a su pensamiento y sensibilidad reflexiva. Es más, pensar
en el arte como forma de comunicación y reconocimiento tiene todavía un valor
adicional:
Se ciñe a esas prácticas que son
necesarias en todos, y por tanto se ubica en el campo de la accesibilidad, en
la dimensión de lo cercano, lo íntimo, lo familiar, lo comunicante, lo que
hacemos y somos.
El arte se remite a la creación de nueva
comunicación y reconocimiento. Esto es crucial porque, de alguna manera, a
través de la puesta en práctica de la potencia creativa del arte (…Arte
como potencia social de transformación cultural…), el arte mismo se
rescata de esa acartonada visión de pedestal, de supuesta habilidad particular
de una disciplina o persona talentosa, y se vincula con la necesidad
contemporánea (también moderna) de desajustar los parámetros
impuestos a la creatividad artística, identificándola de esa manera con el uso
libre de los mecanismos de construcción o manufactura de una idea necesaria,
utilitaria, provisional o la exposición de actividades reflexivas construidas,
transformadas o modificadas alrededor de intentos permanentes de entender o
expresar lo que no se entiende y simplemente se siente.
En este punto hay que mencionar un detalle de
inmensa importancia que, a mi juicio, tiene enormes implicancias en la
construcción y gestión de proyectos de enfoque y carácter socioculturales. La
necesidad de crear nueva comunicación, nuevas formas expresivas o de adaptar
las que ya existen a las complejas problemáticas coyunturales que habitan las
ciudades del siglo XXI, entendida como el deseo de
trasmigrar la propia realidad superficial respecto al otro está, en
circunstancia habituales, arraigada con más fuerza y provista de una
representatividad mucho mayor en las personas arrinconadas socialmente por los diversos
y ridículos esquemas de control.
Nos encontramos anclados a la expresión de lo
que sentimos o pensamos desde esos remotos tiempos llamados “La Antigüedad”, y
ello enriquece nuestro mundo en cantidades y cualidades insospechadas, aunque
previsibles. Intuimos qué está en juego cuando alguien quiere expresarse. Y
cuando no existe este recurso o se deja de lado por ceder a una “inevitable
circunvolución de acontecimientos desaforados”, generalmente representativos de
la misma superficialidad trivial llamada supervivencia
moderna, la sociedad se sume en una indiferencia racional y meticulosa,
catalizando fenómenos de pérdida de sentido que son usados, sin mucho éxito,
para construir futuros precarios y tratar de redefinirse a sí misma; fenómenos
que, si somos sensatos, fluctúan en función de esos encuentros en los que el
reconocimiento humano, completo, integrador, libre depende, en una medida
intransferible, de la capacidad activa para realizarlo.
...PARA ALIGERAR EL ALMA: