La condición

La condición

sábado, 14 de junio de 2014

: CON BASE EN EL ORIGINAL



Nota aclaratoria: Siguiendo un hilo más bien perezoso en el tratamiento de los temas que se encuentran en cuestión, he utilizado en mi favor las actuales circunstancias hipermediáticas de la comunicación y del lenguaje. En ellas los averiguamientos para suministrarme la información y las referencias, basadas en las cuales auguro sobre las diversas singularidades mencionadas, y que del mismo modo desconozco, se fundamenta básicamente en una juiciosa y subrepticia plagialidad del estado del arte.


DISPERSIONES

Hace relativamente poco tiempo, apenas el fértil asomo de un castañeo subconsciente, pude ver -con escueta diferencia podría decir “contemplar”-, cómo asomaba de su casi inadvertido sueño de décadas, uno de los proyectos más significativos para mi efímera percepción de la existencia, lo cual no resulta demasiado importante de no ser porque, con presunción de objetividad, no debo ser el único... Me refiero al remake de Cosmos, uno de tantos a decir verdad, y que suspicazmente pretende ser una de las reminiscencias más memorables de aquél grato bosquejo de Ciencia aplicada, cargado de pertinencias documentales según lo que recuerdo. Si bien me pareció que se manifiesta algún traspiés de más para mi gusto excesivamente escrupuloso, quizás ineludible en la aligerada dinámica contemporánea, aquello bastó lo suficiente como para revivir casi a flor de piel mi trivial curiosidad, todavía precipitosa, por los fantásticos y espinosos recuentos de un trasiego apretujado de sombras inefables y no pocos relámpagos de confusión, lo que algunos estaríamos dispuestos a llamar de buen agrado y con una sencilla disposición de ánimo: la Historia. En la breve tormenta del intelecto que nos compete, se agita el eco de un grato o quizás ingrato recordatorio, el de un pasado compartido que habría que conocer.


Hasta donde se piensa que podemos deducir y dentro de lo que se puede definir como existencia, ocurren fenómenos de naturaleza extremadamente singular, que con el transcurso del tiempo y los refinamientos idiomáticos hemos llegado a llamar cognitivos -además de usar otros términos, astutos de nosotros-, los cuales nos permiten interpretar los asuntos que por una u otra razón nos llaman la atención. Lo interesante de este aspecto del mundo humano, o una de sus interesancias, es que la conjugación de sus componentes resulta susceptible de ser organizada, hasta cierto punto, al menos en la dimensión abstracta y hoy casi rezagada del pensamiento aristotélico. Pero también resulta importante porque involucra los límites, intuidos más como horizontes que como fronteras, de las capacidades didácticas de que disponemos para entenderlo todo. Supongo que no tenerle miedo a buscar las respuestas no es lo mismo a no tenerle miedo a la posibilidad de encontrarlas. Imagino sin mayores dificultades, que lo último está relacionado de forma más directa con las estructuras de soporte especulativo que conocemos con el nombre de Ciencia.


La Ciencia nos involucra a todos en la medida en que es el compendio organizado de los intereses que presentan una dimensión común. Una de las ideas que se expresan en el proyecto de Carl Sagan -para no perder la insinuación de una vaga idea esbozada en el primer párrafo-, infiere que los moldes de la vida estarían, en teoría, por todas partes y que, eventualmente, se ocasionarían fácilmente, aunque no podamos entender todavía cómo lo hacen, ni siquiera en nuestro propio ambiente. Pero algo que sí sabemos es que, salvo raras excepciones, también se deshacen con relativa facilidad. Los organismos encuentran su forma de sobrevivir atrapando en sus sistemas la energía que precisan, lo hacen de manera autónoma y a veces por medios tan primarios como sorprendentes. Algunos organismos simplemente cosechan luz, de manera directa, convirtiéndose en el soporte de la vida, donde esta depende de ella; otros organismos entre los que se encuentra nuestra especie son complejamente parásitos de los primeros. Este simple enunciado me lleva a intentar explorar, en cuanto me percato de la posibilidad, algún que otro tramo de la complejidad que nos habita. No obstante, basta con que uno se interese por algún tramo para que se disperse la potencia intuitiva que procede de nuestras contradicciones. Tenemos tendencia al protagonismo.


Sin embargo dicha complejidad habitacular, al menos en la extensión no ignorada de “nuestro” planeta, no hubiera sido posible si no hubieran existido los asombrosos entramados entre las naturalezas física y química de los elementos primigenios. Ahora bien, que existan unos elementos primigenios parece tener una relación especial con un alter-entramado rubicundo, un tanto externo a nuestra percepción de la cotidianidad. Sin embargo –y este segundo sin embargo promete alargar de manera superflua la extensión de este comentario-, parece que no hay nada en nuestra vida que tenga mayores consecuencias cotidianas si terciamos por allí. Una especie de adagio adoptado, a última hora y a regañadientes por la Sicología aplicada de finales del siglo XX, que acrecentó su perspicacia en los sumideros novecénticos de una Antropología de lo inefable, enuncia, exagerando un poco, que reverenciar al sol y a las estrellas tiene al menos un sentido, ya que al fin y al cabo somos su producto indirecto. A pesar de que esa es una idea que alcanza a ser revolucionaria, al interior de la catarsis duelada que abarca nuestro tortuoso aprendizaje colectivo, si se puede llamar así, se ha admitido de manera más o menos generalizada, que las respuestas a los porqués pueden y suelen tener más de una explicación convincente, dependiendo consecuentemente de los intereses implícitos de la cultura dominante y de los grados de fe implícitos.


Como se sabe o se especula con mayor o menor suspicacia, para algunas culturas y quizá la nuestra deba incluirse, la verdad puede no ser otra cosa que una alucinación muy bien argumentada, o acaso (para otras culturas) la réplica pasiva de una ignorancia muy bien administrada. Intentar conjurar los muchos siglos de ostracismo dialógico ha sido, en algunos casos venturosamente contrariados, el propósito de algunos sistemas explicativos del mundo. A lo largo y ancho de nuestra fugaz historia registrada, las diversas ideologías, similares en vastos sentidos a lo que llamamos Ciencia, han competido encarnizadamente por obtener el dudoso monopolio sobre los derechos de verdad, y cualquier aspecto que les facilite lo que podríamos llamar una verosimilitud estructural de sus planteamientos. Se trata de un material que resulta susceptible de convertirse en trasfondo enajenado de la intolerancia, en un elemento de cohesión que en algunos casos puede ser utilizado con el propósito de excluir. Hay que reconocerlo, nuestra forma poética de plantearnos el mundo ha probado tener abundantes puntos de convergencia con destacables mecanismos de meticulosidad. Tal vez ahora –un simple ahora sempiterno en nuestra humilde escala existencial- nos encontremos develando, a la manera en que los renacentistas andaban descubriendo los mediterráneos pensamientos hoy llamados clásicos, las potentes cargas de verdad en afirmaciones y sistemas de creencias que en una época, más bien reciente, todavía solían ser consideradas parafraseos balbucientes de incidental relevancia, cuando no descarados anatemas al orden establecido.


Como si dado el momento, pudiéramos hacer a un lado los argumentos desdeñosos que ponen en primer plano las cargas místicas de aquellas cosmovisiones y, en seguida, en vez de despreciarlas categóricamente, como si de planteamientos filosofístcos –y por lo tanto desautorizados- se tratara, aspirar a una lectura semejante, o limítrofe, con la que pudieron pretender quienes las construyeron; llevados a suponer que tal vez ello nos permitiría establecer y patrocinar el interés crítico, tanto a favor como en contra, de las tendencias de ciertos sistemas de dimensión exclusivamente política, cuya participación en la historia sólo es entendida, por lo general en términos autorizados, cuando deslumbran por su ausencia en pleno mediodía los más mínimos matices indulgentes, en el a veces forzoso batir de alas de la clarividencia gubernativa, a partir del deseo de homogeneizar y contener el pensamiento en una sola manera de interpretar. Y ahora que ya hemos entrado en calor, me gustaría imprecar con unos cuantos párrafos propensos al desentusiasmo, una vieja y repentina visión de lo que tal vez somos, y que me ha venido a la mente, como la húmeda envergadura de una temática esquiva. La titularé sin mayores sentimentalismos:



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